viernes, 29 de mayo de 2015

Esta nueva epistemología busca descubrir los fundamentos del pensamiento abstracto y racional y los encuentra en las relaciones ontológicas y lógicas que efectúa la mente humana a partir de las cosas y sus relaciones causales. La mente humana efectúa diversas relaciones intelectuales para construir su mundo conceptual. En la relación ontológica la mente distingue aquello que asemeja o diferencia las cosas. Las cosas también se relacionan causalmente en la naturaleza, llegando la mente a comprender que una cosa existe por causa de otra. También la mente puede ordenar en una relación lógica dos o más relaciones ontológicas. Por último, el intelecto descubre conceptos que pueden referirse a todas las cosas que conoce.



Patricio Valdés Marín


Registro de propiedad intelectual Nº 169.033, Chile



Prefacio a la colección El universo, sus cosas y el ser humano



El formidable desarrollo que ha experimentado la tecnología relacionada con la computación, la informática y la comunicación electrónicas ha permitido el acceso a un inmenso número de individuos de la cada vez más gigantesca información. Por otra parte, existe bastante irresponsabilidad en parte de esta información sobre su veracidad por parte de algunos de quienes la emiten, tergiversando los hechos. Además, mucha de la información produce alarmas y temores, pues aquella gira en torno a intrigas, conspiraciones, crisis y amenazas. Habría que preguntarse ¿hasta qué punto esta información refleja la compleja realidad? ¿Cuánta de toda esa información es verdadera? ¿En qué nos afecta? Como resultado hemos entrado en una era de desconfianza, relativismo y escepticismo. Sin embargo la raíz de ello debe buscarse más profundamente.

Vivimos en un periodo histórico ya denominado posmodernismo, que se caracteriza por el derrumbe de los dogmas religiosos y sistemas filosóficos tradicionales a consecuencia del enorme progreso que ha tenido la ciencia moderna y su método empírico, contra cuyo descubrimiento de la realidad no pudieron sostenerse. Sin embargo, la antigua sabiduría respondía de alguna manera a las preguntas más vitales de los seres humanos: su existencia, su sentido, el cosmos, el tiempo, el espacio, la vida y la muerte, Dios, la verdad, el pensamiento, el conocimiento, la ética, etc., pero la ciencia, que ocupó su puesto, no ha podido responderlas, ya que no son esas preguntas su objeto de conocimiento. Por la ciencia entramos en una época de enorme conocimiento y certeza, pero si no se es fiel a la verdad que devela, es fácil caer en el  relativismo: ahora todo es opinable y no se respeta ninguna autoridad, en cambio se pide respetar a cualquiera por cualquier sonsera que esté diciendo; existe poca o ninguna crítica; aparecen gurúes, charlatanes y falsos profetas por doquier, mientras la gente permanece desorientada y escéptica; se divulga falsedades por negocio, fama o intereses espurios.

No se trata de revivir los antiguos dogmas religiosos y sistemas filosóficos, sin embargo, 1º las preguntas que responden al ¿qué es? filosófico, más que el ¿cómo es? científico, que éstos intentaban responder están tan plenamente vigentes hoy, ya que sin aquellas nuestra vida sería vacía y que la filosofía emergió como un esfuerzo racional y abstracto para conferir unidad y racionalidad al mundo, y 2º, la ciencia sigue con firmeza develando esta tan misteriosa realidad, puesto que no fue hasta el desarrollo de aquella que el mundo comenzó a ser entendido como sujeto a leyes naturales y universales de relaciones causales. En consecuencia, esta obra requerirá llegar a los grados de abstracción que demanda la filosofía y a partir de justamente la ciencia intentará responder a las preguntas más vitales. El criterio de verdad que la guiará son las ideas universales y necesarias de ‘energía’ para lo cosmológico y la complementariedad ‘estructura-fuerza’ para el universo material.

Nuestras ideas son representaciones subjetivas y abstractas de una realidad objetiva y concreta, pero la realidad es profundamente misteriosa y nuestro intelecto es bastante limitado para aprehenderla. De este modo se intentará  reflexionar en forma sistemática y unificada sobre los temas más trascendentales de la realidad. En este discurrir, deberemos mantenernos críticos, en el sentido de análisis y juicio referido a la realidad, pues dichas ideas no son “claras y distintas”, como supuso Descartes. El filosofar que podemos emprender debe intentar entender tanto el sentido último del universo, sus cosas y los seres humanos como servirles de fundamento racional. Replanteándolo todo hasta querer bosquejar un nuevo sistema filosófico, un nombre apropiado para esta obra de diez libros podría ser simplemente El universo, sus cosas y el ser humano.


EL CONTEXTO CÓSMICO DE LA OBRA

Parafraseando el inicio del Evangelio de s. Juan (Jn. 1, 1), afirmaremos, “En el principio, estaba la infinita energía”. La energía, que no se crea ni se destruye, solo se transforma —según reza el primer principio de la termodinámica—, que no debe ser pensada como un fluido, ya que no tiene ni tiempo ni espacio, que su efectividad está relacionada con su discreta intensidad, que es tanto principio como fundamento de la materia, no puede existir por sí misma y debe, en consecuencia, estar contenida o en dependencia. Y Dios la causó y liberó en un instante, hace unos 13 mil setecientos millones de años atrás, la codificó y la dotó de su infinito poder, creando el universo entero. La cosmología llama “Big Bang” a esta ‘explosión’ y se puede definir como un traspaso instantáneo, irreversible y definitivo de energía infinita a nuestro material universo en el mismo instante de su nacimiento. La energía que este agente suministró al universo, tal como si fuera un sistema, no termina en desorden, sino sirve para generar y estructurar la materia. El Big Bang, que sería el soplo divino, es también el instante del punto del comienzo de la creación y es igualmente el manto que, desde nuestro punto de vista, envuelve todo el universo. En el mismo grado que el objeto que se aleja cercano a la velocidad de la luz del observador, que de acuerdo con la contracción de FitzGerald se acorta en el eje común entre objeto y observador, aseveramos que, con el fin de mantener la simetría, el plano transversal del objeto a este eje se agranda recíprocamente hasta identificarse con la periferia de nuestro universo. Inversamente, la teoría especial diría que para un observador situado justo en el Big Bang, Dios en este caso, el tiempo habría sido tan grande que ni una fracción infinitesimal de segundo habría transcurrido. Una vez más, para este observador la distancia se habría reducido a cero, como si el Big Bang fuese la base de un tronco que sostiene la inmensidad del universo, dándole unidad a través de una inmensa relación causa-efecto. Dado que todo el universo tuvo un origen único y común, entonces las mismas leyes naturales gobiernan todas las relaciones de causa-efecto entre sus cosas. Para la causa del universo entronizada en el Big Bang, a pesar de estar a alrededor de 13,7 mil millones de años de distancia en el pasado, cada parte del universo estaría en su propio tiempo presente, mientras que la manifestación de causalidad estaría recíprocamente presente en todo el universo.

El universo conforma una unidad en la energía que no admite dualismos espíritu-materia, como los postulados por Platón, Aristóteles o Descartes. Así, el universo, en toda su diversidad, está hecho de energía y nada de lo que allí pueda existir puede no estar hecho de energía. Tales de Mileto, considerado el primer filósofo de la historia, postuló al “agua” y sus tres estados como clave para incluir la diversidad del universo; después de él otros sugirieron diversos entes como fundamento de la cosas; tiempo después Parménides inventó el concepto de “ser” para darle unidad a la realidad, concepto que hechizó a toda la filosofía posterior; ahora proponemos la idea de “energía” para este mismo efecto metafísico. Si desde Heráclito la filosofía comenzó a especular sobre el cambio que ocurre en la naturaleza, la ciencia observó por doquier a conjuntos relacionados causalmente como sistemas que se transforman de modo determinista según las leyes naturales que los rigen y ella los reconoció, más que cambios, como procesos. El tiempo y el espacio del universo están relacionados con el proceso. Ambos no son categorías kantianas a priori que residen en nuestra mente. El tiempo proviene de la duración que tiene un proceso y el espacio procede de su extensión. La infinidad de interacciones originadas en el Big Bang constituyen el espacio-tiempo del universo, donde cada ser u observador existe en su tiempo presente y todo lo demás está entre su próximo y lejano pasado, estando el Big Bang a la máxima distancia y siendo lo más joven del universo. La velocidad máxima de las interacciones es la de la luz. La fuerza gravitacional es el producto de la masa que se aleja con energía infinita de su origen en el Big Bang a dicha velocidad y que forzadamente se va separando angularmente del resto de la masa del universo, por lo cual el universo es una enorme máquina que, por causa de su expansión radial (no como un queque en el horno), genera la fuerza de gravedad, teniendo como consecuencia su pérdida asintótica de densidad. Y esta fuerza más el electromagnetismo y las otras dos que ellas causan dentro de la estructura atómica producen la incesante estructuración y decaimiento de las cosas.

Algunos científicos creen observar un completo indeterminismo en el origen del universo, pudiendo éste haber evolucionado indistintamente y al azar en cualquier sentido. No consideran que el universo haya seguido la dirección impresa desde su origen según las propiedades de la energía primordial y la relativa estabilidad de lo que se estructura. De modo que la energía primigenia se convirtió en el universo y fue desarrollándose y evolucionando, auto-regulado por lo posible en cada posible escala estructural. La energía comprende los códigos de la estructuración de las partículas fundamentales de la materia. Estas partículas poseen máxima funcionalidad, ya que adquirieron entonces energía infinita, lo que las llevó a viajar a la máxima velocidad posible (la de la luz) desde el Big Bang. El universo que percibimos es estructuración de energía en materia en dos formas básicas, como masa según la famosa ecuación E = m·c² y como carga eléctrica (positiva y negativa). La conversión en carga eléctrica requirió también mucha energía. La fuerza para vencer la resistencia entre dos cargas eléctricas del mismo signo es enorme. Se calcula que solamente 100.000 cargas (electrones) unipolares reunidas en un punto ejercerían la misma fuerza que la fuerza de gravedad de toda la masa existente de la Tierra. Infinitos y funcionales puntos o centros atemporales y adimensionales de energía generan el espacio-tiempo del universo al interactuar entre sí y relacionarse causalmente mediante también energía, estructurando enlaces relativamente permanentes, generando la diversidad existente, que se rige por el principio complementario de la estructura y la fuerza, y produciendo energía cinética y/o ondulante que podemos sentir, que nos puede afectar y que mediante éstas también podemos afectar a otras cosas.

El mundo aparecía naturalmente a nuestros antepasados como caótico y desordenado, existiendo allí tanto nacimiento, gozo y regeneración como sufrimiento, muerte y destrucción. Ellos se esforzaron en dar explicaciones para dar cuenta de esta arbitraria situación y que resultaron ser mayormente míticas. Ahora, por medio de la ciencia moderna, podemos entender objetivamente este mundo y su evolución y desarrollo. El dominio de la ciencia comprende las relaciones de causa-efecto que producen el cambio en la naturaleza, determinadas según sus leyes naturales, siendo válido para todo el universo, y que es virtualmente todo lo que sabemos con mayor, menor o total certeza. Las hipótesis científicas concluyen en la definición de las leyes naturales que rigen la causalidad del universo a través de la demostración empírica y la observación. La ciencia devela que en el curso de su existencia el universo ha ido evolucionando y se ha ido desarrollando hacia una complejidad cada vez mayor de la materia, la que se ha venido estructurando en escalas incluyentes cada vez más multifuncionales. Desde las estructuras subatómicas, atómicas, moleculares y biológicas, hasta las psicológicas, sociales, económicas y políticas, la estructuración en escalas mayores y más complejas no ha cesado. Las estructuras, que se ordenan desde las partículas fundamentales hasta el mismo universo, son unidades discretas funcionales que componen estructuras de escalas mayores y cada vez más complejas (por ejemplo, solo existe un centenar de tipos de átomos relativamente estables y unos 50.000 tipos de proteínas) y son formadas por unidades discretas funcionales de escalas menores. La estructura más compleja y de mayor funcionalidad es el ser humano, el homo sapiens del orden mamífero de los primates.

Como todo animal con cerebro, que  ha venido adaptativamente a relacionarse con el medio a través del conocimiento, la afectividad y la efectividad y que necesita satisfacer sus instintos primordiales, fijado por la especie, de supervivencia y reproducción, el ser humano es capaz de generar estructuras psíquicas (percepciones e imágenes) a partir de la materialidad biológica y electro-química de este órgano nervioso central y de las sensaciones que proveen los sentidos. Pero a diferencia de todo animal el más evolucionado cerebro humano tiene capacidad de pensamiento racional y abstracto, pudiendo estructurar en su mente todo un mundo lógico y conceptual, a partir de imágenes, y que busca representar el mundo real que experimenta y comprender el significado de las cosas y de sí mismo. Él estructura en su mente relaciones lógicas, ontológicas y hasta metafísicas y también puede comprender las relaciones causales de su entorno. Para ello se ayuda del sistema del lenguaje que emplea primariamente para comunicarse simbólicamente con otros seres humanos y también para acumular información y desarrollar aprendizaje y cultura. La realidad que conoce es la sensible y, por tanto, material. Su accionar más humano en el mundo es intencional y responsable, ya que emana de su libre albedrío, que es producto de su razonar deliberado. En esta misma escala su afectividad, más allá de sensaciones y emociones, se estructura propiamente en sentimientos. Persiguiendo vivir la vida con la mayor plenitud posible, los individuos humanos se organizan en sociedades que buscan la paz, el orden, la defensa, el bienestar y la explotación de los recursos económicos a través de la cooperación y la justicia, pero muy imperfectamente, ya que algunos fuerzan satisfacer necesidades individuales de modo desmedido y otros dominan y explotan al resto. Son objetos (no sujetos) de los derechos reconocidos como fundamentales por la sociedad civil, y resguardados por sus instituciones de poder político.

Cuando el ser humano reflexiona sobre el por qué de sí mismo, llegando a la convicción de su propia y radical singularidad, su multifuncionalidad psíquica es unificada por y en su conciencia, o yo mismo, pero no de modo mecánico, sino transcendente y moral. La transcendencia es el paso desde la energía materializada, que se estructura a sí misma y es funcional, hasta la energía desmaterializada que la persona estructura por sí misma. Si el individuo se estructura a partir de partes que anteriormente pertenecieron a otros individuos y pertenecerán en el futuro a nuevos individuos, la persona se estructura a partir de energía que permanecerá en lo sucesivo estructurada. La conciencia humana es el advertir que el yo (el sujeto) es único y que su existencia transcurre en una realidad objetiva que su intelecto le representa como verdadera. Pero transcendiendo esta materialidad que ella conoce, está lo llamado “espiritual” y viene a ser la estructuración de la energía como producto del intencionar, en lo que llamaremos conciencia profunda, forjándola indeleblemente en sí de un modo desmaterializado. El punto de partida de este tránsito a lo inmaterial es la acción intencional, que depende de la razón y los sentimientos y que se relaciona al otro a través del amor o el odio; ésta se identifica con el ejercicio de la libertad y con la autodeterminación, siendo lo que caracteriza al ser humano. La conciencia profunda reconoce que la realidad, no es solo material, sino que también es transcendente, y la puede conocer con otros “ojos” que ven la experiencia sensible, los cuales podrían abrirse completamente solo tras la muerte fisiológica del individuo. El alma no preexiste en un mundo de las Ideas, al estilo de Platón, para unirse al cuerpo en el momento de la concepción, sino que se fragua en el curso de la vida intencional. Esta metempsicosis transforma lo inmanente de la cambiante materia en lo transcendente de la energía inmaterial. La estructuración de una mismidad singular como reflejo de la actividad psíquica de su particular deliberación es el máximo logro de la evolución que, a partir de materia individual, produce energía estructurada. Así, el ser humano puede definirse, más que como animal racional, como un animal transcendente que transita de lo animal a la energía personal. Desde esta perspectiva el sentido de la vida es doble: vivir plena y conscientemente la vida y estar consciente de la vida eterna y sus demandas. Estas explicaciones son especulativas y no se asientan ciertamente en conocimiento científico alguno, pues están fuera del ámbito de lo material, ya que solo conocemos lo sensible, pero está en sintonía con los sucesos místico y parapsicológico reconocidos y surge de superar el dualismo del ser metafísico por la energía que incluye tanto lo material como lo inmaterial.

Y cuando la muerte, propia de todo organismo biológico, desintegra la estructura del individuo, subsiste la persona, que es propiamente la estructura del yo mismo puramente de energías diferenciadas que se han unificado en la conciencia profunda durante su vida. La muerte supone la destrucción irreversible del vínculo de la energía estructurada del yo mismo, inmortal, con su cuerpo de materia estructurada que la contenía, manifiestamente incapaz ahora de existir. Considerando que ya no resulta necesario satisfacer los instintos biológicos de supervivencia y reproducción, como tampoco estar sujeto a ningún otro instinto, en su nuevo estado de existencia el yo personal se libera del consumo de energía de un medio material y, por tanto, de la entropía, lo que significa también que su acción ya no puede tener efectos sobre la materia. Asimismo, desaparecen nuestros atesorados conocimientos y experiencias de la realidad del universo material que percibimos a través de nuestros sentidos animales como también nuestra forma de pensamiento racional y abstracto y memoria basados en el cerebro biológico. Surgiría una forma nueva, inmaterial, transcendental, de pura energía, pero implícita en la conciencia profunda, incomparablemente más maravillosa para conocer y relacionarnos que corresponde a esa insondable y misteriosa realidad que se presentaría, todavía imposible de conocer en nuestra vida terrena. Pero la persona, ahora reducida a lo esencial de su ser, necesitaría y buscaría afanosamente un contenedor de su propia y estructurada energía para poder manifestarse y expresarse en forma plena de conexión. La esperanza es que quien en su vida ha reconocido de alguna manera a Dios y ha sido justo y bondadoso según, por ejemplo, la enseñanza evangélica, estará finalmente, cuando muere, en condiciones de acceder al Reino de misericordia, amor y bondad, que Jesús conoció (¿a través del fenómeno EFC?) y anunció, y existir colmadamente. De ahí que su condición en la “otra vida” sea un asunto de opción moral personal durante su vida terrena. Al no estar inmerso en la materialidad, ya no se interpone el espacio-tiempo que lo mantiene separado de Dios. Así, la energía liberada originalmente por Dios retorna a Él estructurada en el amor.

Los libros de esta obra se enumeran y titulan como sigue:

Libro I, La materia y la energía (ref. http://unihum1.blogspot.com/), es una indagación filosófica sobre algunos de los principales problemas de la física, tales como la materia, la energía, el cambio, las partículas fundamentales, el espacio-tiempo, el big bang, la forma y el tamaño del universo, la causa de la gravitación, agujeros negros, y llega a conclusiones inéditas.

Libro II, El fundamento de la filosofía (ref. http://unihum2.blogspot.com/), analiza lo que relaciona y lo que separa a la filosofía y a la ciencia; expone la concepción histórica de la relación entre la idea y la realidad, la razón y el caos; critica a la filosofía tradicional en lo referente a la dualidad espíritu y materia que proviene de la antigua antinomia de lo uno y lo múltiple, y sienta nuevas bases para una metafísica a partir del conocimiento científico.

Libro III, La clave del universo (ref. http://unihum3.blogspot.com), expone la esencia de la complementariedad de la estructura y la fuerza como el fundamento del universo y sus cosas, que es coextensiva del ser y que es el tema tanto de la ciencia como de la filosofía, con lo que se supera toda contradicción entre ambas ramas del saber objetivo.

Libro IV, La llama de la mente (ref. http://unihum4.blogspot.com/), se remite a una teoría del conocimiento que identifica las funciones psicológicas del cerebro, en tanto estructura fisiológica, con generadores de estructuras psíquicas, siendo ambas estructuras propias de nuestro universo de materia y energía, y descubre que las imágenes y las ideas son estructuraciones en escalas superiores que parten de las sensaciones y las percepciones de nuestra experiencia.

Libro V, El pensamiento humano (ref. http://unihum5.blogspot.com), desarrolla una nueva epistemología que busca descubrir los fundamentos del pensamiento abstracto y racional en las relaciones ontológicas y lógicas que efectúa la mente humana a partir de las cosas y sus relaciones causales.

Libro VI, La esencia de la vida (ref. http://unihum6.blogspot.com/), se refiere principalmente al reino animal, del cual el ser humano es un miembro pleno, en cuanto es una estructuración de la materia en una escala superior.

Libro VII, La decisión de ser (ref. http://unihum7.blogspot.com/), trata de una de las funciones de los animales, la efectividad, que específicamente en el ser humano se estructura como voluntad, que proviene de su actividad racional, que se manifiesta en su acción intencional, que es juzgada por la moral, la ética y la norma jurídica, y que confiere sustancia y sentido a su vida.

Libro VIII, La flecha de la vida (ref. http://unihum8.blogspot.com/), en las fronteras de la reflexión filosófica y aún más allá, intenta explicar la relación de lo humano con lo divino, la que comienza por la capacidad natural del ser humano para reconocer y alabar la existencia de lo divino, y la que termina en una invitación divina a una existencia en su gloria.

Libro IX, La forja del pueblo (ref. http://unihum9.blogspot.com/), analiza una filosofía política que parte del ser humano como un ser tanto social como excluyente, tanto generoso como indigente, para indicar que la máxima organización social debe estar en función de los superiores intereses de la persona, finalidad que se ve entorpecida por anteponer artificiosamente el derecho al goce individual a los derechos de la vida y la libertad.

Libro X, El dominio sobre la naturaleza (ref. http://unihum10.blogspot.com/), estudia el contradictorio esfuerzo humano de supervivencia y reproducción para conquistar y transformar su entorno a través de una asignación desequilibrada de recursos económicos, entre los cuales la tecnología, como creación de la mente humana, es una prolongación del cuerpo para reemplazar su esfuerzo, la demanda por capital es proporcional a la oferta de trabajo, y la naturaleza resulta demasiado limitada para las ilimitadas necesidades humanas que satisfacer.


Deseo expresar mi reconocimiento y mis más vivos agradecimientos a mi esposa Isabel Tardío de Valdés. Sin su paciencia, apoyo moral y cariño esta obra no habría sido posible.

Patricio Valdés Marín


CONTENIDO


Prólogo

Introducción

Capítulo 1. El objeto del conocimiento

Introducción
Realidad y misterio
Relaciones
Conocimiento universal
Del mito al conocimiento objetivo
La trascendentalidad del conocimiento objetivo

Capítulo 2. El pensamiento abstracto

Cambio y mutabilidad
El conocimiento objetivo
El conocimiento abstracto
La estructuración del conocimiento
El sistema del pensamiento

Capítulo 3. La relación ontológica

La esencia
La unión y la intersección
El producto del conocimiento abstracto

Capítulo 4. La relación causal

Causalidad y conocimiento
Ley y conocimiento
Relación causal y realidad

Capítulo 5. La relación lógica

Concepto y símbolo
Lógica formal
Deducción e inducción
El mundo de la lógica

Capítulo 6. La relación metafísica

La metafísica
La esencia de la metafísica
La relación metafísica
El pensar metafísico



PRÓLOGO



Uno de los fenómenos del universo más difíciles de entender es el que tiene que ver con el conocimiento humano. No sólo se trata de un fenómeno complejo en sí mismo, sino que en el curso de milenios ha estado rodeado de todo tipo de interpretaciones, algunas de las cuales poco tienen que ver con su verdadera naturaleza. No sólo se trata de comprender que en nuestro cerebro puedan existir representaciones de objetos, como si fueran fotografías o películas, representaciones que todos los animales cerebrados tenemos en mayor o menor grado, sino que –cosa sumamente sorprendente– en el cerebro específicamente humano parte de sus contenidos mentales o representaciones ni siquiera se relacionen directamente con objetos concretos, no obstante estar refiriéndose a la realidad que experimentamos.

Resulta más sorprendente aún que podamos referirnos con toda certeza a una realidad de objetos tan singularmente concretos empleando representaciones tan abstractas cuyas relaciones con aquellos no son evidentes como, como tampoco son evidentes las relaciones mentales que hacemos entre dos objetos tan dispares como “esa rosa marchita” y “aquel neumático pinchado”. Y sin embargo, para un niño que juega, un poeta inspirado, un funcionario de la municipalidad o una ama de casa la relación entre ambos puede estar llena de significados para nada aparentes.

La mente humana tiene la capacidad intelectual para construir todo un mundo conceptual tan significativo como abstracto y que, aunque se trate de la más pura fantasía, está indisolublemente referido al mundo de las cosas concretas que nos rodean y experimentamos. Pero no sólo ella es capaz de construir un mundo conceptual a partir de la experiencia que tiene del mundo de cosas concretas, sino que busca que aquel mundo está referido plenamente a éste, esforzándose para que aquél sea lo más verdadero posible, incluso en contra de la fuerte tendencia que imponen nuestros sentimientos y emociones que son más afines a la seguridad de lo erróneo que al posible peligro de lo por conocer. Aún más, la mente construye un mundo ordenado y comprensible a partir de objetos que pertenecen a una realidad aparentemente desorganizada y caótica. La inteligencia consiste en hallar las relaciones más significativas entre la caótica multiplicidad y mutabilidad propia del mundo real con el propósito de encontrar su orden y unidad.

Este libro describe y analiza cuatro tipos de relaciones intelectuales que la mente humana efectúa para construir este mundo conceptual. Éstas son la ontológica, la causal, y la lógica y la metafísica. Por medio de la primera la mente, en su pensamiento abstracto, distingue aquello que asemeja una cosa con otra y aquello que las diferencia, llegando a definir una cosa por otras; en este tipo de relaciones existe un movimiento que va desde lo individual a lo universal. Pero las cosas también se relacionan causalmente en la naturaleza, llegando una cosa a existir por causa de otra; la mente puede llegar a conocer esta dependencia natural del efecto a su causa en tanto dependencia natural. También la mente puede ordenar en una relación lógica dos o más relaciones ontológicas en lo que llamamos pensamiento racional en un camino que va y viene entre lo particular y lo general. Por último, el intelecto descubre conceptos que pueden referirse a todas las cosas que conoce y busca comprender su significado real.



INTRODUCCION



Hace unos 200.000 años atrás y por una extensión de al menos unos 80.000 años, la evolución del género homo pasó por una fase acuática que dio origen a la especie sapiens. Durante este tiempo, el homo sapiens adquirió las características que lo separó del homo ergaster, especie del que provenía. El medio acuático lo diferenció de su antecesor principalmente porque su dieta fue muy rica en proteínas cuando supo explotar el nuevo nicho de peces y moluscos marinos. No sólo esta dieta favoreció el desarrollo del cerebro, sino que el medio acuático lo separó morfológicamente de sus antepasados.

La evolución marcha rápida y es profunda cuando un grupo permanece aislado en un ambiente muy distinto del que tenía y está además constituido por relativamente pocos individuos para que las mutaciones benéficas puedan propagarse a toda la población en pocas generaciones. Al cabo de algunas decenas de miles de años, podemos suponer que nuestra especie habría evolucionado hasta adquirir las características anatómicas que nos caracteriza y que nos diferencia de los otros homínidos. Estas características han sido descritas en la “teoría acuática” propuesta por Sir Alister Hardy (1896-1985), en 1960, y Elaine Morgan (1920-), en Eva al desnudo, 1972. Esta última antropóloga explica que ciertos rasgos propios del homo sapiens sólo pudieron aparecer durante una etapa de su evolución ocurrida en el agua. Aunque ambos postulaban que tal evento ocurrió en el Plioceno, es mucho más probable que esta etapa pudiera haber sucedido justamente ya muy avanzado el Pleistoceno, y precisamente en la época indicada por la teoría del ADN mitocondrial para el origen del homo sapiens.

Entre los rasgos anatómicos distintivos que nos separa de los demás primates la teoría acuática menciona algunos muy característicos. Así, no sólo el pelaje desapareció, sino que el escaso vello que quedó está dispuesto de manera distinta del pelo de los demás primates, pues sigue la dirección de la corriente de agua en un nadador, dato que puede ser útil al momento de afeitarse. Las yemas de los dedos del ser humano adquirieron una marcada sensibilidad, la que puede deberse a la necesidad que tuvo en la era acuática para tantear moluscos que no se pueden ver con precisión bajo el agua. Su capa de grasa subcutánea es similar a la de otros mamíferos acuáticos, pero es distinta de los otros primates, y pudo deberse a la manera de mantener la temperatura corporal dentro del agua cuando debió reemplazar el pelaje como abrigo corporal, pero que estorbaba en el agua. El cabello se mantuvo sólo sobre el cráneo, que el nadador mantenía fuera del agua, probablemente como protección solar y, en el caso de las mujeres, es más largo para que las crías, también eximias nadadoras, pudieran asirse. Las crías humanas pueden nacer bajo el agua y en sus primeros meses los bebes pueden nadar sin ahogarse. Los lacrimales sufrieron el desarrollo que demandaba el nuevo hábitat marino. A diferencia de los simios, la nariz humana se prolongó para construir un techo cartilaginoso, dirigiendo la apertura de las fosas nasales hacia abajo para impedir que el agua ingrese a las vías respiratorias cuando se aspira con la cara mojada. Los incipientes cartílagos entre los dedos de nuestras manos apuntan hacia la función natatoria de las patas palmípedas de los ánades y otras aves marinas.

El lenguaje articulado fue posible cuando, justamente, en la etapa acuática de la especie la laringe adquirió una posición más baja en el cuello, lo que permitía a nuestros antepasados de hace 200.000 a 120.000 años atrás nadar y sumergirse sin que el agua ingresara a sus pulmones por la tráquea. Esto produjo un aumento del tamaño de la faringe, que es el espacio situado entre el fondo de la cavidad nasal y la laringe y que constituye una cámara inexistente en los restantes animales. La ampliación estructural de la faringe permitió a aquellos antepasados y permite a nosotros emitir precisamente los sonidos vocales que requiere el lenguaje articulado.

En el hábitat de praderas el homo ergaster y su antecesor, el homo habilis, habían sobrevivido y evolucionado para adquirir los rasgos anatómicos que los caracterizaban. Se supone que lo central de su dieta habría sido la médula de carroña suplementado por frutas, raíces, semillas y alimañas. Grupos de homo ergaster, que ocupaban zonas costeras con extensiones amplias de agua de bajo fondo, como el mar Rojo, que eran ricas en las nutritivas proteínas de peces y mariscos, habían encontrado la técnica de pescar y mariscar. Esta dieta rica en proteínas posibilitó el crecimiento del cerebro, condición necesaria para originar el homo sapiens. La nueva expansión del cerebro ocurrida desde hace unos 200.000 años atrás y que desarrolló los lóbulos frontales no hubiera ocurrido probablemente si acaso el nuevo hábitat no hubiera tenido abundancia de alimentos para una dieta suficientemente rica en nutrientes y calorías, como es el caso de una dieta basada principalmente de peces y mariscos, para suplir la mayor demanda energética que exige un mayor volumen cerebral en relación al cuerpo.

Desde el punto de vista del desarrollo del cerebro y de la expansión de la caja craneana, el filum homo había atestiguado probablemente dos saltos anteriores. El primero ocurrió cuando un grupo de homínidos adoptó la postura erguida, hace unos dos y medio millones de años, con lo que el cráneo se liberó de la musculatura que lo aprisionaba para mantenerlo horizontal y consecuentemente creció. Posteriormente, hace unos dos millones de años, posiblemente ayudado por una nueva dieta rica en proteínas que su mayor inteligencia había descubierto, se produjo en nuestros antepasados una mutación genética, por la cual el desarrollo muscular de las mandíbulas se vio limitado, a la vez que el cráneo se vio nuevamente más libre del aprisionamiento muscular.

También es probable que este aislado grupo deviniera, durante esa etapa, en la primera tribu de homo sapiens, pues su cerebro habría adquirido en ese entonces la capacidad de pensamiento racional y abstracto que toda su descendencia tendría, como también de las características que caracterizan a la psicología humana. Pero a diferencia de las otras adaptaciones surgidas como soluciones concretas al nuevo ambiente playero, esta capacidad no fue probablemente una mejor adaptación, sino una determinada y novedosa organización cerebral que surgió en forma aleatoria, sin propósito definido, pero que terminó por demostrar su portentosa utilidad a través del lento devenir del tiempo.

El pensamiento específicamente humano es aquél de las ideas abstractas que permiten conceptualizar la realidad, y del razonamiento lógico que permite obtener un mayor conocimiento de ésta. Adicionalmente, son específicamente humanos los sentimientos en el plano afectivo y la voluntad de la acción intencional en el plano efectivo. Todos estos productos psíquicos de la mente humana, que tienen por fundamento la estructura cerebral y su modo de funcionamiento, se erigen sobre un substrato neuronal y psíquico que es común a todos los animales superiores, pero que ha sufrido un extraordinario desarrollo en el homo sapiens.

Es posible actuar socialmente en torno a un objetivo sin necesidad de ser ni muy lógico ni muy abstracto. El lenguaje puede surgir sin tantas habilidades intelectuales. En realidad, tomó casi toda la historia de la humanidad para que las capacidades intelectuales exhibidas por el homo sapiens en su comienzo mostraran todo su esplendor en algunos pueblitos de la Grecia antigua. Incluso en la actualidad, gran parte de la población humana vive su vida plenamente sin usar mucho su cabeza, sino más bien siguiendo servilmente el ritual impuesto por la cultura, la ética incluida.

La teoría paleoantropológica, que busca trazar los orígenes de nuestra especie mediante el análisis del ADN mitocondrial de los diversos pueblos existentes en la actualidad, postula que es probable que los seres humanos modernos provengan de una sola “Eva”, que vivió en África hace unos 120.000 a 200.000 años atrás. Es probable también que Eva perteneciera a un reducido grupo de homo ergaster que se hubiera establecido en las aisladas playas de la costa africana que van desde el Mar Rojo hasta el cabo de Buena Esperanza. Justamente en tales lugares se han descubierto conchales que delatan huellas de asentamiento humano que datan del Pleistoceno. Durante dicha época este grupo de homínidos evolucionó en homo sapiens en medio de una dramática presión ambiental que extinguió al homo ergaster y que estuvo a punto de causar su extinción.

Por otra parte, el ser humano moderno de todas las razas, cuya característica más distintiva fue el desarrollo del cerebro para permitirle el pensamiento abstracto y racional, los sentimientos y la capacidad de la acción intencional, proviene genéticamente de un “Adán” que vivió hace 60.000 años. Sus descendientes se expandieran por todo el planeta. De otro modo, las razas que existen en la actualidad, repartidas por los continentes, hubieran sido distintas especies de homo sapiens.

Posteriormente, hace 75.000 años atrás, la emergente población de homo sapiens sufrió casi una extinción que hizo peligrar su prolongación a causa de la violenta erupción del súper volcán Toba, en Sumatra. Las cenizas cubrieron por años la atmósfera, bloqueando la luz del Sol y produciendo un descenso de 10º C de la temperatura global promedio. Los gases volcánicos acidificaron la atmósfera y el agua dulce. Tres cuartas partes de la vegetación pereció y muchas especies se extinguieron. Se estima que la población humana se redujo a un par de miles de individuos.

Desde entonces y esa tranquila costa en la base del Cuerno de África, los descendientes con abombadas frentes de esta primera tribu humana dirigieron sus aventureros y adaptables pasos para conquistar primero Asia, Europa y el interior de África, según explica la teoría “fuera de África”, y en el transcurso del tiempo ocupar toda la Tierra, e incluso haber pisado la Luna.

Sus primos erectus y neandertales habían emigrado de África cientos de miles de años antes, cuando recién habían dejado de ser homo habilis. En contra de la imagen popular, no sólo eran probablemente tan peludos como sus parientes simios, y en el caso de los neandertales también su pelambre se habría tornado mucho más denso para resistir las gélidas temperaturas en la Europa de la Edad glacial. Al menos no existe ninguna evidencia que apoye la postura contraria. Por el contrario, las especies y razas de otros animales que habitan las zonas árticas poseen gran abundancia de pelaje. Pero aunque habían adquirido una capacidad craneana no sólo significativamente mayor que la de sus antepasados habilis, sino que incluso algo mayor que la de sus propios primos desnudos, los neandertales actuaban como sus antepasados más primitivos, posiblemente de manera algo más sofisticada, pues esa enorme capacidad craneana no los hacía mejores para razonar ni para conceptualizar los objetos del conocimiento.

En cuanto a la nueva capacidad de pensamiento racional y abstracto del recientemente aparecido homo sapiens, ésta no produjo una revolución tecnológica inmediata distinta de sus primos neandertales. Por muchas decenas de miles de años ambas especies actuaban de manera similar, desbastando piedras para fabricar hachas y cuchillos, aguzando y pelando ramas rectas, cazando, recolectando. Nuestros peludos primos funcionaban estupendamente bien en un medio helado ocupado por mamut, renos, osos y otros lanudos animales de aquella época. Pero con el tiempo, más inteligentes para descubrir las mejores maneras de adaptarse a distintos hábitat, los desnudos sapiens llegaron también a ocupar el territorio de sus peludos parientes y a competir con ellos cuando lograron inventar los abrigadores trajes de pieles tras desarrollar la aguja, el hilo, precisas herramientas para cortar cuero y métodos para curtirlo. Utilizando una mínima fracción de su gran capacidad de pensamiento conceptual y lógico, les permitió ocupar y dominar un hábitat para el cual no estaban naturalmente dotados.

Lo anterior nos está demostrando que no basta con tener la capacidad neuronal para razonar como Einstein o componer música como Mozart. La materia bruta del pensar es inútil si acaso no está tallada por la cultura y la formación individual. Y el resultado es aún mejor cuando la talla es más fina. Genios potenciales pudieron haber habido multitudes entre nuestro antepasados en estos 100.000 años o más de existencia del homo sapiens, pero nunca se destacaron, con toda probabilidad ni siquiera como eximios fabricantes de lanzas.

Porque fueron capaces de valorar las ventajas que brindaban ciertas cosas, en forma muy lenta, casi imperceptible, nuestros antepasados se fueron distanciando del homo ergaster y fueron atesorando una innovación allí, un descubrimiento allá, una idea acullá. Nuestros antepasados eran tan rápidos como nosotros para apreciar una oportunidad, aprender de ella y sacarle el máximo provecho. Lo difícil era, como lo es hoy, inventar, descubrir o idear algo nuevo. La rueda puede ser algo tan útil como parecer tan simple, pero fue un invento que apareció sólo hace unos 4.500 años atrás en Caldea. Ahora moviliza nuestra civilización.

La cultura resultó ser un mecanismo más poderoso que la evolución biológica como forma de adaptación al medio, pues ha llegado hasta transformarlo. Ella, que en el fondo no sólo es comunicación, sino principalmente memoria, se encarga generalmente de que las ideas que han demostrado su utilidad no se pierdan. Además, una idea trae consigo otra que perfecciona la anterior. El conocimiento es acumulativo mientras la cultura no sea destruida, como ocurrió, por ejemplo, con la caída del Imperio romano. En nuestra época somos testigos de una revolución permanente de la tecnología y de las ideas que día a día van superando lo avanzado.

Uno de los resultados más sorprendentes del advenimiento del homo sapiens y su portentosa inteligencia fue la posibilidad de vivir en tribus. Probablemente, sus ancestros habían vivido socialmente en tropas, como los actuales chimpancés y gorilas. Una tribu permite una adaptación extraordinaria al medio, pues el conocimiento de la experiencia individual se puede transmitir a todos sus miembros y se conserva indefinidamente en la comunidad, acrecentándose con las experiencias de los demás en lo que constituye la cultura. Adicionalmente, la inteligencia humana posibilita el conocimiento íntimo de los alrededor de 60 a 120 compañeros que integraba o integra corrientemente una tribu. En fin, aquello que distingue una tribu de una tropa es la formidable acentuación de la solidaridad y la cooperación en la genética humana, por las cuales se pueden vencer los obstáculos que va presentando el medio hasta llegar hasta dominarlo y someterlo. Una tribu es una comunidad humana compuesta por miembros que comunican conceptos abstractos y lógicos, que se conocen íntimamente, se estiman y se respetan, donde, más que la simple convivencia, reina la solidaridad y la cooperación. El hábitat natural de todo ser humano, producto de la evolución genética, es la tribu. Toda estructuración social que no respete la naturaleza o el modo de ser tribal produce hondos conflictos psicológicos y morales en los individuos.

Ciertamente, la convivencia tribal nunca ha sido el Edén bíblico. El afán individual de supervivencia y reproducción choca contra la necesidad de subsistencia comunitaria, y antes que brote en abundancia el respeto, la generosidad y la misericordia, a menudo lo que aflora son la codicia, la lujuria, la gula, la avaricia, la pereza, la ira, la envidia y la soberbia, que son los vicios englobados como “pecados capitales” en las enseñanzas morales desde los tiempos de los primeros cristianos.

Además, en la perspectiva inclusión-exclusión social, si los miembros de la propia tribu son considerados vecinos, colaboradores, compañeros, camaradas, amigos, los miembros de las otras tribus son juzgados como foráneos, competidores, rivales, adversarios y hasta enemigos. Esta situación antropológica genera los principales conflictos sociales, étnicos e internacionales. La solución ha sido y es englobar las unidades discordantes en un todo mayor incluyente.

Si la cultura nos permite aprovechar las ventajas del conocimiento acumulativo y las profundas tendencias psicológicas de solidaridad y cooperación implantadas en nuestro genoma, no es garantía alguna de generosidad, humanidad y misericordia. El siglo XX ha sido testigo de las peores tragedias de matanzas y destrucción que han ocurrido en la larga y convulsiva historia de la humanidad. Decenas de millones de seres humanos han sufrido muertes horribles, tempranas, y sobre todo innecesarias, en manos de sus congéneres. Las peores maldades y destrucciones han sido llevadas a cabo por personas y pueblos que se suponía eran lo más acabado y refinado de la civilización cristiana. Incluso ahora, poderosas y muy civilizadas naciones desvían importantes recursos para construir arsenales militares que podrían destruir varias veces el planeta donde todos vivimos, y todo ello decidido por personas sensatas, afectuosas y muy correctas, que aplican todas sus facultades intelectuales para determinar como matar y destruir con la mayor eficacia posible.

El pensamiento humano es un arma poderosa que muchas veces nos presenta la realidad en forma muy distorsionada. Pero la realidad es, por el contrario, infinitamente compleja, y nosotros, en nuestra soberbia pretendemos saberlo todo y cometemos graves equivocaciones. Además de la soberbia, también funcionan en nuestras decisiones la codicia, la venganza, el odio y otras lamentables pasiones, propias de nuestras limitaciones y de nuestro afán por la supervivencia y la reproducción.

Si el pensamiento humano es virtualmente nada sin la cultura, con la cultura puede tornarse en un arma mortal cuando las pasiones no se le sujetan y cuando, en cambio, no se adopta una actitud de humildad. Sólo el pensamiento nos permite conocer profundamente la realidad que nos rodea, poetizar en torno a ella, e incluso postular la existencia de un ser creador del universo y glorificarlo por ello. Solo cuando llega a ser misericordioso con el necesitado y busca la justicia y el amor, el pensamiento humano, finamente tallado por la cultura, la educación y una sabia formación, puede llegar a ser un cocreador del universo. Solo cuando los más altos valores humanos se encarnan en la cultura podemos respirar con un cierto alivio acotando las atrocidades que continuamente asechan el paso de la humanidad por la historia. Sólo cuando se respeta nuestras características genéticas y modo de ser tribal, podemos ser más humanamente cordiales.

El poder reproducir la realidad en representaciones de imágenes subjetivas es una capacidad de la inteligencia animal, pero el poder de representarla en conceptos abstractos es propio del pensamiento humano. Además, el poder relacionar estas representaciones lógicamente y generar un orden o una estructura que no es evidente en la pura observación de la realidad es una capacidad del pensamiento racional. El poder traducir verbalmente los conceptos es propio de la palabra, y el poder relacionar y estructurar estas unidades racionalmente es propio del lenguaje comunicativo de la cultura de cualquier comunidad humana. El poder almacenar los volátiles pensamientos en la escritura, como tablillas de barro, libros o cintas y discos electrónicos, es acrecentar la cultura. Para precisar más, el pensamiento humano es la capacidad para relacionar imágenes, ideas y proposiciones es estructuras más complejas. Se pueden distinguir dos tipos de procesos de pensamiento netamente humanos distintos, pero que habitualmente son englobados en lo racional, conduciendo a graves errores teóricos. Estos son el pensamiento abstracto y el pensamiento específicamente racional.

El pensamiento abstracto relaciona imágenes e ideas más concretas en conceptos más abstractos, que son más universales. En esta relación, importa la verdad, es decir, la mayor o menor correspondencia entre la idea y la cosa., además del grado de universalidad, que es la cantidad de cosas o ideas menos universales que son referidos por el concepto. Para lograr una máxima veracidad el pensamiento debe ejercer el criticismo, que es la capacidad para volver a la cosa concreta si se quiere pensar y hablar de la realidad y no de fantasía. Por su parte, el pensamiento racional relaciona los conceptos en proposiciones o juicios, y éstos, en relaciones lógicas. Lo que importa aquí es la validez de estas relaciones lógicas. Si las premisas son válidas y si la mecánica lógica es la adecuada, entonces la conclusión será también válida. La verdad no compete a la lógica. Pero si las proposiciones son válidas y verdaderas, y la mecánica lógica es la adecuada, entonces la conclusión, que no está explícita en las premisas, resulta verdadera. Aunque las premisas sean válidas, basta que exista alguna falsedad en ellas para que la conclusión sea falsa.

El pensamiento racional y abstracto del ser humano lo separa de sus antecesores homínidos y del resto de los animales, y lo coloca en un lugar muy especial entre las criaturas del universo. Mediante esta capacidad intelectual, un ser humano adquiere conciencia de sí, comprende lo que vincula una causa con su efecto, consigue dominar su entorno, comunicar su experiencia a otros seres humanos y comprender la experiencia de éstos. No sólo puede con otros humanos generar cultura, sino que puede maravillarse del mundo que lo rodea y reconocer a su Hacedor.



CAPITULO 1. EL OBJETO DEL CONOCIMIENTO



El objeto del conocimiento es la realidad del universo de materia y energía. Esta realidad es misteriosa, hecho que no impide conocerla con gran profundidad. Su conocimiento es necesario para responder a tantas interrogantes que nos permiten definir mejor nuestra identidad e indicarnos mejor el sentido de nuestras vidas. El mito, como forma de parcializar el misterio, es un intento para explicar la realidad, pero es errado. Tanto la filosofía como la ciencia persiguen superar el mito para explicar la realidad, determinar su verdad y penetrar en su misterio. Sólo el conocimiento objetivo tiene el potencial para obtener certeza y superar el mito.


Introducción


El problema del objeto del conocimiento fue abordado por Immanuel Kant (1724-1804), y lo hizo desde la perspectiva del dualismo. Éste, que separa el universo en dos naturalezas irreconciliables –la espiritual y la material–, ha acosado a la filosofía desde que se quiso explicar la antinomia de lo uno y lo múltiple a partir de las posturas contradictorias de Parménides y Heráclito, en el siglo V a. C. La solución de Kant fue propia de quien supone que la realidad sensible y material es caótica y que solo el espíritu puro es capaz de imponer orden desde su propia naturaleza racional.

Kant supuso que no es posible el conocimiento de las cosas en sí mismas, las que pertenecen a la realidad “nouménica,” pues no son objetos de nuestros sentidos. Según él nuestra mente está constituida de modo tal que sólo cierto mate­rial de esta realidad se le presenta, siendo incapaz de conocer­la por entero. Solo podemos llegar a conocer fenómenos, que son la apa­riencia de la “cosa en sí,” es decir,  las cosas como se nos aparecen o como nos afectan. Puesto que la materia fenoménica constituye lo múltiple y vario, lo caótico e informe, también las sensaciones solas tienen tales características. Este material bruto de las impresiones sensibles, que afecta nuestra facultad perceptiva externa, es algo todavía ca­rente de orden, siendo una maraña del sentido, y tiene que ser elaborado y ordenado mediante la forma a priori, la que implica siempre necesidad. Frente a este material nos comportamos pasiva y recep­tivamente. En las formas a priori, en cambio, el espíritu se conduce activo y aun espontáneo. El conocimiento sensible en el entendimiento es la síntesis de dos elementos: 1º una materia, que es lo dado y está constituida por datos empíricos que provienen de la cosa en sí a través de las sensaciones, y 2º una forma que está constituida por el espacio y el tiempo, que es a priori e independiente de la experiencia y que sirve para ordenar las sensaciones procedentes de la cosa en sí. Esta forma es inmaterial, pues pertenece al entendimiento, que es inmaterial. De esta manera el entendimiento llega espontáneamente a crear el objeto del conocimiento.

Para Kant, en el conocimiento inteligible hay también una materia y una forma. Su materia es el fenómeno, y está dado por el entendimiento. No constituye conocimiento inteligible mientras no se una al elemento formal a priori y subjetivo que son las categorías, las que sirven para ordenar el conocimiento inteligible. Hay doce categorías que constituyen otras tantas formas de ordenar los objetos en juicios. Ellas son formas a priori de la razón, pues son subjetivas y totalmente independientes de la experiencia, constituyendo condiciones trascendentales del conocimiento. El conocimiento es trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de principios a priori impuesta por el sujeto que permite ordenar la experiencia procedente de los sentidos.

La filosofía trascen­dental de Kant es la doctrina que estudia la manera de cómo los objetos de la experiencia sensible llegan a ser posibles en el pensamien­to a través de las formas subjetivas apriorísticas del espíritu. En su Crítica a la razón pura, afirmaba: “Nuestro pensa­miento se origina de dos fuentes básicas del espíritu: la primera (el entendimiento) es la facultad de recibir las representacio­nes, en tanto que la segunda (la razón) es la facultad de conocer con el pensa­miento un objeto sirviéndonos de aquellas representaciones. Por la primera se nos da el objeto, mientras que por la segunda este objeto es pensado en conexión con aquella representación”. La distin­ción entre el entendimiento y la razón fue una trampa para la filosofía que siguió: desligar al objeto del conocimiento de la realidad sensible y concebirlo como un conte­nido de conciencia, inmaterial e íntimamente ligado al sujeto.

El problema latente que Kant debía resolver era que con el mecanismo de su filosofía trascendental y sus categorías enteramente a priori, estaba en peligro de alejarse demasiado del mundo real. Así escribía en la obra citada: “Es pues claro que tiene que haber una tercera cosa que por una parte guarde homogeneidad con la categoría y por otra con el fenómeno, y haga así posible la aplicación de la primera con el segundo. Esta representación intermedia ha de ser pura (sin mezcla de empírico), y, no obstante, por un lado intelectual (espiritual) y por otro sensible (material). Tal es el esquema trascendental”. Al intentar mostrar que los objetos del conocimiento han de regirse desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés, Kant concluyó que estaba provocando una revolución semejante a la que generó Nico­lás Copérnico al cambiar la Tierra por el Sol como centro del universo; también estaba intensificando el subjetivismo cartesiano. La influencia de Kant en el idealismo alemán, el existencialismo y la fenomenología ha sido decisiva. 

La solución propuesta en este ensayo contradice radicalmente la epistemología de Kant. Ella es monista y se basa en dos principios. 1º El intelecto, ubicado en el sistema nervioso central con su densamente interconectado amasijo de neuronas, tiene por función estructurar contenidos de conciencia, que son representaciones de la realidad objetiva. 2º También tiene por función sintetizar los contenidos de conciencia que se estructuran en una sola unidad en una escala determinada; esta unidad junto a otras se estructuran en una escala superior e inclusiva, y así sucesivamente.

En una teoría realista del conocimiento, se puede distinguir, en primer lugar, los órganos de sensación que reciben distintas sensaciones del objeto de conocimiento de la realidad material. Éstas se estructuran como percepciones. A su vez, las percepciones se estructuran en imágenes. De las imágenes, que son verdaderas representaciones concretas de la realidad, la mente abstrae la esencia y estructura conceptos o ideas. Las sensaciones, las percepciones, las imágenes y los conceptos son todas representaciones (materiales y objetivas) de la realidad en distintas escalas de la estructuración psíquica-cognoscitiva. También los conceptos pueden ser estructurados lógicamente por nuestro pensamiento racional. La razón es una facultad de nuestra mente humana que combina lógicamente los conceptos estructurados ontológicamente como proposiciones, posibilitando un conocimiento ulterior que no se encontraba en las representaciones psíquicas.

La abstracción en la construcción del concepto a partir de imágenes e ideas más concretas y particulares es una función cognoscitiva de nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie de operaciones. Primero, consi­dera dos o más conjuntos de imágenes o ideas más particulares. Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo conjunto de escala superior. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los caracteres comu­nes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura de escala superior. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también imaginando, de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va acompañada corrientemente por coloridas imágenes más concretas.

Nuestro intelecto puede conocer “la cosa en sí” kantiana mediante la estructuración ontológica que podemos efectuar a partir del conocimiento último de cómo funcionan las cosas. Esta estructuración es tan universal y abstracta como la que genera la noción de ser. Pero también el punto decisivo no es tanto que podamos conocer las esencias de las cosas, sino que podamos conocer las cosas por sus funciones tanto en su condición de causas como en su condición de efectos. Las propiedades o accidentes de las cosas son en realidad funciones de éstas en cuanto causas respecto a nuestros órganos de sensación que se comportan como efectos en esta relación causal cognitiva. Además, el conocimiento de cómo funcionan las cosas proviene de experimentar y observarlas. Un conocimiento más objetivo deriva del conocimiento de las relaciones causales que la ciencia empírica descubre en su actividad.

Adicionalmente, en contra del apriorismo kantiano, se puede afirmar que las cosas del universo, en toda su mutabilidad y multiplicidad, no están sujetas al caos, sino que se relacionan entre sí de infinitas y complejas maneras según leyes naturales muy determinadas. De este modo, nuestro intelecto no sólo puede tener representaciones verdaderas de las cosas que correspondan a su realidad, sino que también puede descubrir las relaciones existentes entre las cosas, las que pueden ser verdaderas o simplemente míticas.

En conclusión, si para Kant el conocimiento es una actividad desde el sujeto y por el sujeto que rige los objetos gracias a las formas a priori del sujeto, para esta teoría del conocimiento se trata de una actividad intelectual del sujeto que comienza en el objeto hasta llegar a la idea a través de su capacidad sintetizadora que va estructurando representaciones de escalas cada vez mayores e incluyentes. Las unidades discretas de estas representaciones provienen del objeto, de modo que las representaciones, si son verdaderas, corresponden enteramente con el objeto. El prejuicio kantiano fue oponer radicalmente lo sensible con lo inteligible y suponer que una idea pura nacida de una razón pura no puede estar contaminada por un material sensible lleno de multiplicidad y mutabilidad. Por el contrario, se puede afirmar que las ideas más sublimes, si son verdaderas, corresponden a esta “caótica” y compleja realidad y derivan de ella. Los juicios sintéticos metafísicos no son a priori, como insistía Kant, sino que son enteramente a posteriori.


Realidad y misterio


El conocimiento en un sujeto se produce por su relación cognitiva con un objeto. No sólo sin la concurrencia de ambos no hay conocimiento, sino que el sujeto que conoce ha evolucionado según la naturaleza del objeto, del mismo modo como el ojo humano fue evolucionando para ser sensible a las principales longitudes de onda que irradia el Sol. Tal como la eficiencia del ojo humano –y de una mayoría de animales– es máxima para percibir la luz solar que se refleja en las cosas, la eficiencia del intelecto humano es máxima para conocer el entorno donde el ser humano debe sobrevivir. De hecho, el ser humano es la especie animal mejor adaptada a la biosfera terrestre si uno lo mide por el éxito obtenido. Si el intelecto no pudiera conocer eficientemente la realidad de su medio, la especie humana ya habría desaparecido de la faz de la Tierra.

El objeto de nuestro conocimiento es por tanto nuestro universo y las cosas que contiene, que es lo que llamamos realidad. La primera apreciación que surge, que ha sido la experiencia humana desde la aparición del pensamiento racional y abstracto, es que el universo se nos presenta como misterioso y las cosas como caóticas o gobernadas por poderes inasibles. Desentrañar el misterio y el caos es un asunto de una experiencia personal y colectiva esencialmente crítica, mediante la cual las relaciones ontológicas, causales y lógicas obtenidas pasan por el filtro de su fiel correspondencia con la realidad objetiva. Por las relaciones ontológicas podemos llegar a encontrar el significado, el sentido y la unidad de las cosas. Por las relaciones causales que observamos en las cosas podemos llegar a descubrir las leyes naturales, el orden y las jerarquías entre las cosas. Por las relaciones lógicas podemos superar las contradicciones y obtener un conocimiento cierto y más allá de nuestra experiencia directa de las cosas. Las relaciones metafísicas, que nos permiten definir los elementos trascendentales de las relaciones mencionadas, no tienen gravitación alguna en nuestra supervivencia, pero nos posibilita entender la realidad con mayor profundidad.

La realidad es el mundo objetivo potencialmente inteligible, es decir, es todo aquello que está en el espacio y en el tiempo del universo entero y que está además referido a nuestro conocimiento de una u otra manera. Esta doble afirmación nos define, por una parte, el objeto material o campo de estudio de tanto la filosofía como la ciencia y, por la otra, nos enfrenta de inmediato con dos polos elementales: el sujeto que conoce y el objeto cognoscible. Pero también nos genera dos problemas: el del conocimiento y el del ser, esto es, el epistemológico (¿qué es inteligible? o ¿qué conoce el sujeto?) y el metafísico (¿qué es en último término el objeto?).

Ambos problemas se condicionan mutuamente, y una determinada explicación de una de estas interrogantes también responde de alguna manera a la otra. Veremos más adelante que el problema se agudiza cuando, previo a resolver el problema epistemológico que busca una respuesta a qué verdaderamente conocemos, se debe buscar la solución a cómo conocemos en efecto, problema este último relacionado con la psicología, pero que debe ser resuelto por lo que se puede denominar “teoría del conocimiento”, para hacer la apropiada distinción con la epistemología.

Desde una perspectiva semejante a la que origina nuestra teoría del conocimiento, podemos formular la siguiente pregunta al ser: ¿cómo es? Esta pregunta, en realidad, se desdobla en dos: ¿cómo funciona? y ¿cómo está estructurado? El método para contestar estas preguntas, surgido de la ciencia positiva, constituye también una de las principales preocupaciones de este ensayo. Y del mismo modo como la pregunta metafísica de ¿qué es el ser? se resuelve principalmente en la existencia, puesto que sólo aquello que existe es, veremos más adelante que la pregunta científica ¿cómo es el ser? supone la realidad objetiva del universo y de las cosas que contiene, lo que confiere validez al “qué es” de la filosofía.

La distancia que media entre la realidad y el intelecto está dada por nuestras capacidades cognoscitivas (distinguiré entre “cognoscitivo”, que es específico del pensamiento racional y abstracto, del término más genérico “cognitivo”, que se refiere a toda capacidad biológica de conocer). Sin embargo, la desproporción entre la inmensidad de la realidad y nuestras limitaciones espacio-temporales es inconmensurable. La realidad es infinita. Podríamos imaginarla como no solamente constituida por infinitos puntos espaciales en infinitos instantes, sino también como la relación de cada uno de estos puntos espacio-temporales con todos los demás. Pero puesto que no tenemos simplemente el poder para ser observadores de todos los puntos y datos cognoscibles, es evidente que nuestra capacidad cognitiva no puede abarcar la infinitud de la realidad.

Por el contrario, con la realidad tenemos una capacidad muy limitada para establecer contacto, y lo podemos efectuar únicamente a través de nuestros órganos de sensación y nuestros sentidos de percepción durante el relativamente breve lapso de nuestras vidas y desde el pequeño ámbito de nuestra existencia. Además, de aquello que sentimos, solamente percibimos una pequeña parte. Por lo tanto, aunque nuestras capacidades cognitivas pueden contener y relacionar una relativamente enorme cantidad de los datos percibidos, éstos corresponden a una extraordinariamente ínfima fracción de la realidad posible de ser conocida.

No es extraño por tanto que toda situación, hecho o fenómeno no sea univalente, sino que admita una multiplicidad de perspectivas para ser observado. Cada punto de vista produce su propio significado. De allí que una misma cosa pueda ser concebida de múltiples maneras, y que dos individuos puedan tener concepciones diametralmente opuestas sobre ella. Esta disparidad se agudiza cuando interviene la afectividad (emociones y sentimientos), como es normal que ocurra. Por ejemplo, en materias de religión y política se hace usualmente muy difícil concordar sobre significados, sentidos, sucesos y hasta hechos elementales sin que antes aflore la pasión que ciega cualquier razonamiento. Al parecer, la identificación afectiva a una tribu desde una tierna edad fue un elemento decisivo en el transitar humano por la evolución de la especie.

Sin embargo, a pesar de las distintas interpretaciones que podamos derivar de un mismo hecho, existen efectivamente bases objetivas para concebirlo en su realidad. Del completo relativismo que sólo supone pura subjetividad, es posible llegar a verdades objetivas y a concepciones que corresponden certeramente con el hecho que observamos desde alguna particular perspectiva y que traten la cosa como ésta es necesariamente. Una piedra, por referirme a uno de los objetos más simples, es mucho más que la apariencia fenoménica kantiana que observa, por ejemplo, el pintor como sólo forma y color. Para la imaginación de un cazador paleolítico ella no sólo podía ser un mazo para cascar bayas o un proyectil, sino que su inteligencia podía transformarla mediante sus hábiles manos, tras certeros golpes dados con otra piedra en determinados puntos y en determinados ángulos, en un cuchillo o en un hacha. También podía servirle de significativo amuleto o esculpir en aquella la figura de un reverenciado tótem. Para un campesino del neolítico, representaba un estorbo para su arado, pero un importante elemento más para una pirca, un drenaje o un cimiento. Un moderno geólogo, un minearólogo, un escultor, un arquitecto, un físico o un ingeniero, conocen de aquella más que su pura apariencia. Descubren sus funciones y sus subestructuras, sus orígenes, limitaciones y posibilidades. Un filósofo no puede contentarse con la afirmación de Kant que la piedra en cuestión, como cualquier otra cosa, no pueda conocerse en sí misma, sabiendo además que esta afirmación provenía del prejuicio idealista que confiere realidad a la idea por sobre la cosa. Es decir, no sólo se puede llegar a una certeza fenomenológica, sino que a descubrir con necesidad la verdad de la cosa en sí, con lo que el profundo misterio de la realidad es posible ser superado.

Como la ciencia puede concluir con cada descubrimiento, la realidad no es caótica. Cada uno de estos infinitos puntos de cada uno de estos infinitos instantes está relacionado de alguna u otra manera inteligible con cada otro punto de cada otro instante. La clave de la cognición humana se encuentra precisamente en lo relevante que pueden tener las relaciones existentes en las cosas en sí mismas, las que podemos conocer, y las relaciones que podemos efectuar acerca de éstas con la finalidad de constituirlas en objetos de nuestro conocimiento. Para ello debemos responder a la pregunta de cómo es posible que podamos tener representaciones mentales de objetos reales cuando aquéllas son abstractas y universales y la realidad es de cosas concretas y singulares. ¿Cómo es posible que las ideas, que provienen de nuestra experiencia con la realidad, puedan representar válidamente la realidad? La respuesta a esta trascendental pregunta que ha agobiado a tantos filósofos debe encontrarse en las mismas características de la realidad como también de nuestro intelecto que evolucionó para irse adaptando para conocer mejor dicha realidad.

Ciertamente, desde el ascenso de la ciencia moderna, se nos ha hecho claro que la realidad no es caótica, como tantos filósofos habían anteriormente supuesto. Pero ella es más que orden. Así, pues, las cosas del universo tienen un origen común, están compuestas por el mismo tipo de partículas fundamentales, pueden transformarse unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerzas comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que son deterministas, tienen la capacidad para ordenarse, organizarse y estructurarse. En consecuencia, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición.


Relaciones


Las cualidades o características propias de la realidad permiten al intelecto humano estructurar ideas abstractas que la representan fielmente, pues, debido a la unidad fundamental y original de las cosas, el intelecto abstracto y lógico puede relacionar la pluralidad de éstas. Esto es, si podemos tener representaciones abstractas y universales de una realidad de cosas concretas e individuales es porque la realidad tiene ciertas características que nuestro pensamiento abstracto y racional puede conocer y relacionar. Si el mundo real,  que es concreto, es de individuos, el mundo de las ideas, que es abstracto, es de relaciones reales que existen entre los individuos concretos y que la mente humana es capaz de descubrir.

Existen tres tipos de relaciones que podemos efectuar en la escala de las ideas: la relación ontológica, la relación metafísica y la relación causal. Por una parte, un dato se produce cuando dos o más de estas unidades singulares las relacionamos (estructuramos) para individualizarlas. Una singularidad no nos es cognoscible; una individualidad sí lo es. Una singularidad tiene referencia con nada, sino consigo misma, lo cual hace que lo singular, aunque es tan real como lo plural, no sea un objeto inteligible para nuestra razón. La inteligibilidad se produce cuando relacionamos las singularidades. Un ‘árbol’ es un objeto del paisaje que está compuesto por tronco y follaje y nos da sombra.

Una individualidad está referida o relacionada a algo, de modo que conocemos algo porque está referido a un otro que nos puede decir algo de ello. Estas relaciones pueden ser efectuadas incluso entre las relaciones realizadas en un proceso cuyo límite es, no la unidad, sino el común denominador de de todas las singularidades, que se identifica con el ser. En consecuencia, nuestro conocimiento objetivo es de lo plural, no de lo singular. De este modo, cada punto singular es potencialmente una unidad discreta fundamental para estructurar un dato, es decir, un objeto de conocimiento, el cual es, a su vez, la unidad discreta de nuestro conocimiento objetivo. Nuestro intelecto puede no sólo relacionar dos unidades singulares para conocer una cosa, sino que, por el mismo mecanismo, puede relacionar y estructurar diversas cosas y obtener una idea más universal y abstracta que las represente.

Por otra parte, la infinidad de puntos se relacionan entre sí porque han tenido el mismo origen y están afectos al mismo tipo de fuerzas, que hace que se comporten en forma similar, y existen además en el mismo universo, que es la condición necesaria y el marco de referencia absoluto que le otorga la capacidad para afectarse mutuamente y estructurarse. De este modo, la realidad no sólo se compone de unidades que pueden relacionarse entre sí y conformar entidades abstractas mayores, sino que las partes individuales o colectivas se afectan causalmente entre sí de modos tan determinados que conociendo dichos modos podemos conocer las relaciones que existen entre las partes. Estas relaciones causales, que son propias de las cosas, nuestra mente puede conocerlas y puede además llegar a universalizarlas para todos los fenómenos del mismo orden.

Igualmente, ya en la escala de las imágenes, que es común a todos los organismos cerebrados, tanto animales como humanos, debemos subrayar que la realidad es el ámbito del ser en cuanto existencia, y el intelecto es un instrumento que sirve al organismo para sobrevivir en ella, indicando qué cosas pueden satisfacer los apetitos y cuáles constituyen un peligro para la supervivencia. El intelecto, ya sea racional o instintivo, también sirve para determinar los medios para alcanzar dichos fines. En un sentido estricto, la realidad interesa al sujeto cognoscente únicamente en lo concerniente con su supervivencia y reproducción, y su intelecto es un órgano cuya función es la conciencia de lo otro, que es el conocer el entorno con el cual el sujeto se relaciona para sobrevivir y reproducirse. En este sentido, la realidad es parcializada respecto a lo que importa por el interés de sobrevivir y reproducirse.

El intelecto se nutre de los datos aportados por los órganos de sensación, los que captan determinadas manifestaciones de la realidad. Así, la realidad de un perro está llena de aromas y sonidos que un ser humano jamás podría soñar que son posibles. Para sobrevivir, es necesario para el perro conocer lo indispensable de la realidad en tal sentido. Si en la realidad de un ciego de nacimiento no existe ni luz ni color, y en la de un analfabeto, Napoleón, Mozambique o Andrómeda carecen de significación, ambos conocen lo suficiente de la realidad que les permite sobrevivir. Desde luego, las posibilidades para una mejor calidad de vida aumentan si el individuo no es ciego y está en posesión de un mayor conocimiento.

La realidad es mucho mayor que lo existente, ya que trasciende el tiempo. La realidad es pasado, presente y futuro; es además lo que pudo ser y lo que podría llegar a ser. En cambio, lo existente es solamente presente: aquello que existe, que actualiza la relación de causa-efecto, que en el futuro es potencia y en el pasado ya no es. Lo existente existe en el infinitesimal instante que dura el presente, mientras que el tiempo de lo real comprende los tres tiempos. En consecuencia, es conveniente tener conciencia que por nuestras limitaciones no sólo cuantitativas, sino también cualitativas, la realidad constituirá siempre un misterio para nosotros. Además, lo existente es mucho mayor que lo real, ya que trasciende el espacio-tiempo, pudiendo incluir a Dios. En este sentido, Dios no es irreal, sino que no pertenece a nuestro universo –es su creador–, que es el ámbito de lo real. Además, lo real, en cuanto inteligible, es menor que lo existente.

Veíamos que no todas las dimensiones de lo existente nos son necesariamente inteligibles. No podemos negar la posibilidad de existencias que no son accesibles a nuestros órganos de sensación, pues éstos no surgieron para conocer toda la realidad, sino únicamente la parte de la realidad que afecta nuestra supervivencia y reproducción. Las ondas hertzianas, por ejemplo, nos fueron desconocidas hasta que Guglielmo Marconi (1874-1937) comprobó su existencia. Y actualmente, si no disponemos de un aparato de radio o de televisión que las transforman en señales sensibles, no podríamos tener conocimiento de ellas. Es posible que existan en el universo otras emanaciones imperceptibles desde las cosas que contiene, para las cuales no tengamos (o no sea posible construir) instrumentos para medirlas y transformarlas en señales sensibles. De ahí que sea posible que la realidad, que incluye lo existente, contenga dimensiones que no sólo sean actualmente inaccesibles, sino insuperables para nuestra experiencia. El problema que existe entre nuestro limitado conocimiento y la ilimitada realidad se agudiza cuando exigimos además al primero conocer aún más de la segunda, como cuando, respecto a la realidad, pretendemos encontrar nuestras identidades y el sentido de nuestras vidas.

Si la dimensión espacio-temporal es parte de la explicación de lo real y lo existente, ¿cómo podemos designar aquello que es “algo” de alguna manera, si acaso así fuera, pero que no está en nuestro universo espacio-temporal? Siendo el universo espacio-temporal nuestra única fuente de conocimiento, no estamos en condiciones para negarle la posibilidad de ser a los algos “fuera” del universo, ni tampoco, por extensión, a otros universos no espacio-temporales. La posibilidad de ser de tales “algos” es también parte del misterio, y tal vez la más insondable, siendo éstos absolutamente impenetrables tanto para la filosofía como para la ciencia.


Conocimiento universal


Con el advenimiento de la Edad Moderna surgió la tendencia a pensar que nuestro conocimiento depende de la cantidad de datos que pueda conocer, y que el conocimiento universal es posible si se logra conocer todos los casilleros de la realidad. Se suponía desde luego que, aunque nuestras capacidades cognoscitivas son limitadas, los datos de la realidad son relativamente homogéneos. Para René Descartes (1596-1650) el universo, su "res extensa", es pura extensión y está constituido de partes o unidades pertenecientes a una misma escala. De este modo, al universo se lo puede seccionar en partes homogéneas mediante su invento de las coordenadas, las que no sólo permiten dividir el espacio en unidades discretas, sino que también el tiempo, reflejando únicamente la variación y la composición para una sola escala particular, pero no permiten incluir escalas distintas. Sumido en el espíritu de su época, él estaba tan imbuido en su universo de partes discretas y homogéneas, que no logró distinguir las distintas escalas existentes en el universo.

Muchos científicos del siglo XIX, fuertemente influidos por Descartes, creían que el número de hechos científicos por aprender es finito. Con frecuencia, sentían que algún día se podría alcanzar la totalidad de la verdad del universo y su comprensión definitiva. La influencia de este punto de vista es patente en la educación escolar y en el ideal de la universidad que ha prevalecido principalmente en Europa continental y en las áreas geográficas influenciadas por su cultura. La educación debiera consistir en el aprendizaje de la mayor cantidad de estas distintas unidades homogéneas de que se compone el universo. Se cree que si los alumnos aprenden física, química, biología, matemáticas, filosofía, historia, geografía, las artes y las otras parcelas que supuestamente constituyen la realidad, se está en camino de obtener un conocimiento de todo el universo. Este aprendizaje consiste en la memorización de la información que imparte el profesor. Sin embargo, si lo que la educación persigue es la formación de un pensamiento abstracto y lógico, que sea además crítico, más convendría enfatizar la comprensión del lenguaje en la lectura y su expresión en la escritura además de en el habla. La información vendría como una consecuencia del esfuerzo de leer y escribir, esfuerzo que generaría una mente estructuradora y lógica.

También siguiendo la tradición cartesiana, nuestro actual mundo de la informática ha intensificado el mito de que el conocimiento de la realidad depende de la cantidad de datos, supuestamente homogéneos, y existe la esperanza de que mientras mayor sea la información de este tipo que seamos capaces de asimilar, mayor será nuestro conocimiento. De ahí el énfasis puesto en el desarrollo de memorias de datos, procesamientos de datos, accesos a datos, comunicaciones y redes de comunicaciones de datos, con la fabricación de computadoras cada vez más rápidas y de mayor capacidad de memoria y de procesos y con el establecimiento de mayores redes de comunicaciones.

Desde el punto de vista que hemos adoptado, la anterior creencia aparece como parcialmente correcta. Pero lo que llega a ser homogéneo dentro de la infinita heterogeneidad del universo no son simplemente los datos, sino que, en primer lugar, las relaciones causales entre las cosas; puesto que, por el hecho de que éstas obedecen a leyes muy determinadas, nosotros podemos llegar a tener una idea del universo que llega a ser más verdadera mientras mejor conozcamos las leyes que lo rigen, las características de las fuerzas que operan y la funcionalidad de las cosas que se relacionan causalmente entre sí. Esto es, primero, cosas similares se comportan de modos similares bajo condiciones similares y, segundo, toda cosa viene necesariamente a ser por una causa determinada.

En segunda instancia, también son homogéneas las relaciones ontológicas, es decir, las cosas similares que nuestro intelecto relaciona en el proceso de abstracción, agrupándolas en conjuntos genéricos, o ideas generales, a los que se refieren los conjuntos más particulares e incluso las unidades individuales.

Nuestro intelecto relaciona entes distintos para estructurar una proposición o un juicio que resulta ser relevante para representar la realidad. Podemos decir que ‘el Sol genera fuerza de gravedad’ para indicar una de sus funciones causales. También podemos afirmar que ‘nuestro Sol es una estrella’ en una relación ontológica que está indicando que el Sol es parte del conjunto estrella.

De ambos tipos de relaciones podemos además deducir, y también inducir, proposiciones o juicios a través de relaciones lógicas de relaciones ontológicas anteriores y producir mayor conocimiento.

Sin embargo, un conocimiento de más partes no nos dice mucho más respecto del todo que las contiene. El conocimiento de la tabla periódica, por ejemplo, no proviene tras conocer hasta el último elemento atómico. Primeramente, para conocer un todo, debemos por cierto analizar sus partes, y no necesariamente todas éstas, y posteriormente, lo que es más importante, relacionarlas a través de un esfuerzo sintetizador. Esta síntesis no sigue necesariamente del continuar conociendo partes, o datos, como hubiera supuesto Descartes, sino que del conocimiento de las funciones de las partes y de las partes de las partes, lo cual exige bastante esfuerzo intelectual. Es posible encontrar aquello que las puede relacionar causal u ontológicamente dentro de un todo en que, conociendo la relación, se conoce el todo que las contiene y hasta sus funciones. Y este todo se encuentra en una escala que incluye la escala de las partes. Últimamente ha surgido el término “holístico” para describir este esfuerzo de comprensión, ubicándose en una escala superior.

Siguiendo muy de cerca la ciencia-ficción, algunos cientistas en inteligencia artificial imaginan que sería un gran avance para la humanidad si se pudiera enchufar una computadora que almacena billones de megabytes de información al cerebro humano. Sin duda, ellos siguen la tradicional escuela de educación que supone que basta que los alumnos tengan buena memoria para que puedan almacenar las valiosas lecciones que se les imparte. Olvidan que para conocer se requiere entender, que es el relacionar ontológico y lógico, y esta actividad interna demanda un gran esfuerzo personal. Además, si no superamos la falsa creencia en que en el mayor conocimiento de datos y de análisis de datos alcanzaremos mayor sabiduría, nos quedaremos en un nivel basto, trivial y fútil de conocimientos, en el que no sabremos encontrar dentro del misterio del universo el por qué y el sentido de las cosas.

El problema del conocimiento universal es que, al acercarnos al misterio, la verdad se nos hace más evasiva. Una relación ontológica, como “el gato es un animal”, la entiende un niño apenas comienza a hablar. Igualmente, una relación causal, como “el viento mueve la hoja”, nos es fácilmente comprensible. Pero la realidad no se compone únicamente de relaciones tan simples. El universo es un todo de relaciones que pueden ser potencialmente objeto del conocimiento humano. Pero su cabal comprensión y su verdadera representación intelectual eluden las capacidades del intelecto más potente. La escala de abstracción requerida para comprender tantas relaciones no se acaba en el fácil expediente de concluir que todo “es”. Si uno quiere encontrar respuestas a cuestiones como, por ejemplo, el sentido de la vida humana, nuestra relación con las cosas, nuestra relación con los otros, etc., necesitaremos sin duda de mucha sabiduría, humildad y atención a la experiencia de los demás.


Del mito al conocimiento objetivo


La realidad es un misterio que nos incita a preguntar. Sin duda, como seres humanos, no sólo nos preocupa el conocimiento para mejorar nuestras oportunidades de supervivencia y reproducción, también nos preocupa conocer acerca de nuestra existencia y nuestro destino en una realidad que aparece tan confusa. Nuestro intelecto es inquisitivo respecto al misterio de la realidad. No se conforma únicamente con lo que percibe en forma inmediata y que permite a cualquier ser vivo llegar a satisfacer la gama de apetitos inducidos por las necesidades de su supervivencia y reproducción. Los seres humanos necesitamos explicaciones buscando respuestas a los dónde, cuándo, cómo, quién, para qué, por qué y qué de las cosas y el acontecer. En las respuestas perseguimos mejorar nuestras oportunidades para sobrevivir, incluso a la muerte, de la cual somos tan cruda y dramáticamente conscientes, y encontrar la protección y la seguridad de las poderosas fuerzas del universo. Desde el momento mismo que nuestros antepasados pudieron formular estas preguntas, dieron explicaciones sobre las cosas y el acontecer. Frente al misterio de la realidad, las respuestas no fueron evidentemente muy certeras. El filtro de la experiencia las fue depurando, y una cierta sabiduría sobre una mejor forma de vivir y adaptarse al medio se fue construyendo en lo que constituye la cultura y la ética.

Un orden, una racionalidad y una organización son el producto cultural y ético de generaciones. De ahí que también tengan la capacidad para persistir en el tiempo y ser muy resilientes a las fuerzas contrarias, a los embates de los duros hechos y a los realistas acontecimientos que determinan nuestra propia supervivencia y reproducción.

La necesidad de encontrar orden en el aparente caos y de obtener control y dominio sobre las numerosas, poderosas y arbitrarias fuerzas existentes en la realidad ha conducido a los seres humanos a responder a aquellas preguntas con el propósito, primero, de conseguir la posesión de un sistema conceptual unificado que explique del modo más coherente posible la realidad y su acontecer y, segundo, adoptar una conducta consecuente que sirva para sobrevivir y reproducirse más ventajosamente. El mito es una explicación del misterio, pero constituye una parcela de realidad encerrada en forma intencional y artificiosa. No obstante, a pesar de que constituye un sistema cerrado a partir de premisas legendarias que intentan responder al por qué de las cosas, posibilita a los seres humanos relacionarse con el medio y entre ellos mismos en forma más favorable y en distintas escalas. Para hacerlo más aceptable y creíble, se crean instituciones que lo justifican y lo refuerzan, y hasta se elaboran ritos que le otorgan una dimensión inviolable y sagrada. El poder del mito es a veces tan grande que, antes de poner en tela de juicio una verdad que éste afirma, se llega a dudar de la propia realidad.

Pero el mito es inestable, lo que no significa necesariamente que sea frágil y perecedero. Cambia lentamente, forzado por la realidad cambiante, pero tiende a ser resiliente, a recuperar su organización original. Pretende explicar una totalidad, cuando lo que hace es justamente delimitarla. Así, su cohesión interna se rompe cuando por fuerza resurge lo que el sistema omitió, no quiso aceptar o posteriormente descubrió. Su inestabilidad es causada por la falsedad o la parcialidad que contiene, pero su efectividad reside en la capacidad que ha adquirido para posibilitarnos una adaptación circunstancial más favorable al medio. Por ello, el mito es, más que una explicación práctica del misterio, la forma intuitivamente efectiva y afectiva que tenemos de interrelacionarnos con la realidad y que de alguna u otra manera ha sido acreditada y decantada por la experiencia colectiva. No pretende en modo alguno su confirmación científica.

El mito asume un modo de funcionamiento de la realidad y de nosotros en ella cuando de algún modo responde al por qué de las cosas. Requiere de sacerdotes que realicen los ritos para reactualizarlo, dándole presencia y permanencia. Pero aquello que principalmente lo reivindica es la urgente necesidad para responder al dónde y al cuándo de la realidad. Ambas preguntas, que persiguen asegurar que nuestra acción sea lo más efectiva posible, apuntan a ubicarla en un espacio determinado y en un tiempo futuro: ¿dónde y cuándo el Nilo anegará, fertilizando la tierra? ¿Dónde y cuándo Jerjes atacará con su ejército? ¿Dónde y cuándo se establecerá el Comunismo? ¿Dónde y cuándo habrá crisis económica?

En este sentido el mito recurre a adivinos, profetas, oráculos, augures, hechiceros, garúes, los “expertos” de nuestros tiempos, para responder a estas preguntas que aparecen ser tan vitales para quien las formula, y que aparecen depender de la fortuna y del destino. No existiendo alguna manera de conocer objetivamente la causalidad natural, surge la credulidad en el dictamen de la autoridad reputada de poder revelar el acontecer.

La realidad se presenta ciertamente en forma caótica, donde las cosas ocurren aparentemente en forma casual, por azar y por capricho. Si existe algún orden en el universo, se supone que es porque alguna potencia sobrenatural lo debe establecer. La creencia de que un poder divino puede asegurar la incertidumbre del destino queda frecuentemente asentada. Se cree que ninguna cosa ocurre al azar o por sí misma, sino que todas son llevadas a cabo de acuerdo a una decisión definida y establecida por los dioses y poderes sobrenaturales, siendo, por ejemplo, algunos de ellos la diosa Naturaleza y el dios Razón. En otro tiempo nuestros abuelos creyeron que la Razón debía someter a la Naturaleza. Ahora tendemos a creer que la Naturaleza ha sido violentada por el irracional desenfreno expoliador y destructor de los seres humanos, y para recuperar la perdida armonía, debe haber una especie de expiación ecologista colectiva que consiga aplacarla.

Desde una perspectiva más funcional a nuestro ser humanos podemos pensar que, aunque el mito no constituye un conocimiento objetivo ni menos llega a la verdad última de las cosas, si acaso esto fuera posible, es no obstante un poderoso motor social que moviliza a los individuos de la colectividad, sosteniéndolos en una cierta dirección con causas que no necesitan ser verdaderas ni que consigan una finalidad práctica. Probablemente, la mecánica del mito no consiste en un deseo por obtener la verdad, sino en la necesidad de conseguir la subsistencia del grupo social mediante el agrupamiento, la identificación con la colectividad, el acuerdo acerca de algún objetivo, válido o no, para una acción, la concordancia del pensamiento y la intolerancia a la disidencia, la concertación basada en la conciencia acerca del origen común en un pasado protohistórico o incluso meta histórico, es decir, lo que se ha llegado a denominar el “ethos cultural.”

En el proceso del pensamiento humano que ha sido fiel a la crítica de las interrogantes que dan origen al mito, se ha llegado históricamente a las interrogantes que han dado origen a la filosofía y a la ciencia. La necesidad intelectual por obtener una explicación más valedera y objetiva de la realidad y su acontecer ha conducido al planteamiento de preguntas más directas y críticas. La primera de ellas, y que educe las restantes es la de “¿por qué de los porqués?”

La necesidad de vislumbrar mayor unidad, orden, armonía en el mundo, es decir, mayor comprensión de la realidad, indujo desde los primeros filósofos en la antigua Grecia a relacionarse con el mundo mediante la pregunta metafísica “¿por qué es?”, y que busca dilucidar qué es lo trascendental de las relaciones ontológicas que articulamos. Las relaciones ontológicas son producidas por el pensamiento abstracto, respondiendo al “¿qué es?” como, por ejemplo, Juan ‘es’ un hombre. En otras palabras, es la relación de una entidad individual como unidad discreta con una entidad más universal. Existe el entendimiento que la verdad de cada una de todas relaciones ontológicas no logra superar las contradicciones que ocultan la verdad más universal. Se requiere estructurar estas relaciones en un sistema racional unificador trascendente, y este ejercicio es la metafísica.

Solamente con el advenimiento del método empírico, que se ocupa principalmente por el cambio, fue posible responder con certeza al “¿cómo son las cosas?” y al “¿por qué son como son las cosas?”. Por las respuestas a estas preguntas podemos conocer las cosas objetivamente. La pregunta “¿qué es una cosa?” procura coger la esencia de las cosas con relación a esencias más genéricas. La pregunta “¿cómo es una cosa?” busca una respuesta que nos describa la organización o estructura de las cosas, su morfología y su composición, por ejemplo, “¿cómo es la estructura del agua?”. Mientras la pregunta “¿por qué es como es?” se dirige al génesis y funcionamiento de las cosas, por ejemplo, “¿por qué el oxígeno se combina con hidrógeno para formar agua?” Estas preguntas apuntan precisamente a las relaciones causales. En consecuencia, ambas ramas del saber objetivo, que son la filosofía y la ciencia, provienen respectivamente de sendas preguntas educidas por la pregunta general “¿por qué es?”, que inquiere primeramente sobre la realidad.

Esto no significa que estas dos series de preguntas separen radicalmente las dos disciplinas del conocimiento objetivo. En realidad, ambas preguntas están de algún modo relacionadas. Una respuesta cierta a la pregunta científica “¿cómo es?” nos puede entregar una respuesta más verdadera a la pregunta ontológica “¿qué es?”, siempre que ambas respuestas hayan sido educidas por la pregunta metafísica “¿por qué es?”. Esto significa que, en último término, los “¿cómo es?” y los “¿por qué es como es?” pueden validar plenamente al “¿qué es?” trascendental y, en último término, al “¿por qué es?”. Es decir, la verdad de la filosofía puede ser validada plenamente recurriendo a la certeza de la ciencia.


La trascendentalidad del conocimiento objetivo


Gracias a nuestro pensamiento abstracto, tenemos la capacidad para relacionar las representaciones concretas de las cosas individuales y estructurar ideas abstractas y más universales por lo que les son en común. La idea de lápiz que una persona puede tener contiene, como sus unidades discretas, las múltiples imágenes de los lápices de los que ella en particular ha tenido experiencia, esto es, formas, colores, materiales; y todos estos elementos, que pueden variar infinitamente, conforman específicamente lo que es común a todos estos artefacto concretos. Aquello que es común a todos ellos es la esencia y produce una idea o un concepto. En el caso del lápiz, la esencia se refiere a una estructura que tiene la función de rayar con trazos o puntos un papel o cualquier otra superficie similar. Un lápiz es en efecto un artefacto manual que sirve en particular para escribir y dibujar sobre papel. Cualquier ser de cualquier escala puede ser definido por la estructura superior de la que forma parte y por su función específica más relevante.

Ciertamente, la idea de lápiz que una persona llega a tener es en cierto modo idéntica a la idea de lápiz de otra persona que también ha tenido experiencias con lápices, aunque haya sido uno solo de éstos. Esta idea personal puede ser perfeccionada por la comunicación de las experiencias de la otra persona, como cuando esta otra persona le informa a la primera que, por ejemplo, un lápiz contiene una mina de grafito a lo largo de su centro. Incluso le puede definir la esencia de un lápiz a la primera si ésta nunca ha visto o tenido un lápiz en sus manos.

Siendo entonces la idea una representación abstracta en la mente humana de una cosa concreta e individual, que es universal en cuanto se aplica a todas las cosas del mismo tipo, y que es además comunicable y, por lo tanto, compartida, codificable, memorizable, los idealistas han llegado a suponer que la idea trasciende la cosa hasta el límite de existir en forma independiente de la cosa.

El idealismo filosófico supone que la idea es más real que los objetos del mundo sensible. Platón (427 a. C. - 347 a. C.), su primer exponente, supuso que la Idea es más perfecta que la cosa sensible que representa, y, consecuentemente, si por ello el mundo de las Ideas es más real que el mundo sensible, un ser humano, humilde habitante del mundo sensible, debe tener otra manera de conocer las Ideas que no sea puramente a partir de su experiencia sensible en este imperfecto mundo. Kant, preocupado porque no pudo concebir que la trascendentalidad de la idea provenga de nuestra experiencia, a posteriori, estableció el poder formativo a priori de la razón para producirla. Así, el conocimiento está estructurado a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto que permiten ordenar la experiencia sensible y culmina en la unidad suprema de la “apercepción”, la cual produce las representaciones inmateriales del todo, conformando el objeto inteligible; este proceso transforma lo material en inmaterial mediante la forma a priori y obliga a postular un objeto como un contenido de conciencia y separado por completo de la cosa en sí. Posteriormente, J. G. F. Hegel (1770-1831) simplemente independizó la razón del ser humano y le dio existencia propia. El problema con el idealismo es que termina por desconfiar de nuestro conocimiento al anclarlo en el sujeto y por identificar subjetividad con subjetivismo.

En contra del idealismo filosófico, se puede establecer que el conocimiento objetivo, a posteriori, que proviene de nuestra experiencia de la realidad, puede adquirir el valor de trascendental y ser aplicado a la totalidad de las cosas del mismo tipo del universo en forma necesaria. Para ello, en una primera instancia, nuestra razón debe –y en efecto puede– superar la singularidad de la experiencia para constituir un dato concreto e individual y ser capaz de sintetizar estos datos en relaciones ontológicas que son conocimiento abstracto correspondiente a representaciones de escalas cada vez mayores. Pero el intelecto efectúa este conocimiento sintético no porque la realidad sea caótica, sino porque en ella hay un orden intrínseco. Antes se debe, no obstante, superar el principio de incertidumbre postulado por Werner Heisenberg (1901-1976).

Para Heisenberg fue claro que su principio de incertidumbre sirve para explicar el comportamiento de las partículas subatómicas cuando observó que medir es alterar y que, por lo tanto, no se puede saber con certeza el lugar de una partícula en su trayectoria. La escala del fenómeno que estaba analizando es en realidad la escala fundamental. Una escala inferior a ésta no existe, pues no tiene ni espacio ni tiempo. Estos parámetros comienzan a tener existencia sólo a partir de la escala fundamental que les impone una dimensión mínima y no de cero.

Lo que resulta verdaderamente notable es que parte del postulado de Heisenberg es también válido si lo extendemos a todos los fenómenos que ocurren en el universo. Esto es, las cosas son discretas e indeterministas en su propia escala, cualquiera que ésta sea, pero en la escala superior el fenómeno se torna continuo y determinista. Un árbol es una unidad discreta del bosque, donde para la propia existencia de éste aquél es indeterminista, pudiendo existir o no sin afectar la esencia de bosque. En la escala que sigue el indeterminismo cuántico se transforma en determinismo. Un bosque es necesariamente un conjunto de árboles.

El indeterminismo reaparece transformándose en leyes naturales, puesto que reaparece también la continuidad. Lo que es una relación puramente mecánica en una escala se torna en un fenómeno dinámico en la escala que sigue. La explicación para ello es que si bien la mecánica cuántica trata fundamentalmente de unidades discretas y está, en consecuencia, sujeta a la estadística, en una escala mayor el número de las unidades crece hasta ser irrelevante la estadística y aparecer la necesidad con certidumbre.

Un ejemplo nos puede ilustrar este concepto. El sonido puede ser reproducido electrónicamente en forma analógica o en forma digital. Por medio del primer método, las variaciones de volumen, tono y color se reproducen en otra escala, reproduciendo las mismas variaciones. Por medio del segundo método, las variaciones son parcializadas en unidades discretas, denominadas dígitos en la jerga electrónica, y son reproducidas en una escala aún mayor. Para el primer método, se emplean ecuaciones diferenciales; para el segundo, ecuaciones de diferencias. Por una parte, en la escala del oído humano, que comprende inclusivamente al menos dos escalas, no se distinguen las unidades discretas digitales de las del sonido natural y las variaciones se escuchan como si fueran idénticas. Por la otra, en la escala misma del sonido éste está también compuesto por unidades discretas que son las mismas vibraciones.

Hay que agregar que, además de diferenciarse el indeterminismo del determinismo por un asunto de escala, se diferencian por la distinción que podemos hacer entre estructura y función. El determinismo proviene de las formas que la materia adquiere necesariamente al estructurarse: dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno siempre estructuran una molécula de agua cuando se combinan; en tanto que el indeterminismo proviene del actuar en estas estructuras. Que tal o cual átomo llegue a combinarse con tal o cual otro es un asunto del azar y sujeto a la estadística.

Superada, de este modo, la incertidumbre fundamental postulada por Heisenberg, en una segunda instancia, nuestro conocimiento de la realidad puede adquirir el valor de trascendental y ser aplicado a la totalidad de las cosas del universo en forma necesaria cuando podemos obtener aquello que es común a todos los seres, que ha sido el elusivo y permanente anhelo de la metafísica. Sabemos ahora que este conocimiento debe reflejar el conocimiento empírico del método científico además de atender a las reglas de la lógica, ya que ambos modos de conocer provienen del modo de funcionar de las cosas de nuestro universo. Sin embargo, estos modos no logran garantizar que el conocimiento trascendental llegue a poseer la certeza absoluta. El camino de nuestra razón hacia la verdad plena del conocimiento objetivo está lleno de trampas puestas por nuestros prejuicios y errores, y además debe superar la ignorancia de lo que la ciencia aún no puede desvelar.



CAPITULO 2. EL PENSAMIENTO ABSTRACTO



Mientras el cambio caracteriza al universo, lo inmutable pertenece a lo inteligible. Si podemos conocer es porque existen elementos que permanecen invariables a través del cambio. Estos elementos invariantes son la relación causal, el mecanismo de la relación causal, y los estados y el dinamismo del proceso de cambio. El pensamiento abstracto consiste en la actualización consciente de dos tipos de asociaciones mentales o estructuras psíquicas que denominaremos relaciones: la relación ontológica y la relación causal. Estas relaciones se originan por la actividad cognoscitiva y, cuando son verdaderas, producen el conocimiento objetivo.


Cambio e inmutabilidad


Los antiguos filósofos griegos fueron los primeros en enfrentarse analíticamente con el dilema entre el ser y el devenir. Así lo destacó Joseph Marechal S.J. (1878-1944) en su libro El punto de partida de la Metafísica, 1959, que hizo de la antinomia de lo uno y lo múltiple el hilo conductor de esta obra que cuenta la historia de la filosofía y los distintos esfuerzos por llegar a una solución. Por una parte, es fácil percibir que todas las cosas cambian: se mueven y se transforman, se integran y se desintegran, se construyen y se destruyen, nacen y mueren, se produce una pérdida irreparable y una verdadera ganancia.

Heráclito (576-480 a. C.) intuyó tan profundamente el cambio que para él todo constituye devenir y, en este continuo fluir, nada permanece fijo. Las cosas tienen racionalidad, no por el ser, sino por el devenir. Si todo es devenir, también todo es multiplicidad. Él describió el mundo como un fuego siempre vivo que se alimenta de las cosas que devora. Por el contrario, Parménides (¿504-450? a. C.), su contendiente, concluyó que la realidad es una sustancia simple, indivisible, inmóvil e inmutable, es decir, una. Había partido suponiendo que al decir que una cosa es, significa únicamente que esa cosa existe y, de acuerdo al principio de no contradicción, no puede no ser. La multiplicidad, la divisibilidad, el cambio, el movimiento, implica el no-ser. Por tanto, si una cosa es, es uno. Este absurdo dilema fue el producto de que en griego el verbo “ser”  es equívoco, significando tanto “ser” como “existir,” y de atribuir a una palabra un solo significado.

Pero tanto Heráclito como Parménides estaban parcialmente correctos. Por una parte, todo es cambio, pero en el cambio no todo cambia; por la otra, lo inteligible lo encontramos en lo invariable e inmutable. En este ensayo habrá un intento de encontrar una solución a la ancestral antinomia de lo uno y lo múltiple. Lo múltiple se da en la realidad sensible, mientras que lo uno es propio de las ideas. Las ideas invariantes y hasta perfectas que tanto sedujeron a Parménides (y posteriormente a Platón), pueden referirse a distintas cosas, las que por naturaleza son mutables, hecho que había impresionado tanto a Heráclito.

Ciertamente, las ideas no se encuentran en la realidad sensible como las cosas que allí existen, sino que son construcciones de nuestra mente. Nuestra mente puede relacionar distintas cosas o entes que se dan en la naturaleza por lo que ella encuentra que tienen en común, ya sea como funciones o propiedades: color azul, volar; ya sea como estructuras: triángulos, organismo biológico; ya sea como cosas en sí: estructuras, funcionales. Para que existan –tengamos– ideas, es necesario que exista previa y objetivamente multiplicidad de entes para que puedan ser relacionados. Es así que las relaciones que descubre nuestra mente abstracta en la realidad objetiva son de tres órdenes: ontológicas, metafísicas y causales. No obstante, el devenir en sí, como lo mutable solo, no es materia del conocimiento abstracto; éste tiene que ver con lo invariante. Es un ente el que cambia, y en efecto, todo cambia, pero el énfasis está puesto en el ente. En consecuencia, si el universo múltiple y mutable nos es inteligible, es porque en el cambio existen elementos invariantes.

Respecto a este último postulado, sin necesidad de respaldar la tesis de las esencias inmutables como entidades anteriores a las cosas mutables, es posible señalar que existen cuatro categorías de elementos que permanecen relativamente estables a través del cambio y/o que son medibles por escalas estables, conformando unidades comprensibles para nuestro conocimiento abstracto, el que se constituye sobre la base de unidades discretas invariantes. Éstas son la relación causal, el mecanismo de la relación causal, el proceso y el dinamismo.

Relación causal

En primer lugar hay una cierta categoría extraordinariamente significativa, que tan sólo la ciencia la ha puesto en el centro de su quehacer, que sí permanece estable e invariable a través del cambio y el devenir y que nosotros podemos fijar y abstraer para conocerla y referirla a todas las otras situaciones similares. Se trata de la relación de causa a efecto, o relación causal. En ésta la causa es el origen o principio del cual el efecto procede secuencialmente en el tiempo y con dependencia natural y necesaria, según el primer principio de la termodinámica. La causa es una estructura que ejerce una fuerza, y el efecto, en tanto, es el cambio que se opera en otra estructura, el nacimiento de una nueva estructura o el término de una estructura existente.

La relación causal se presenta como determinista y fundamento de la ley natural. Precisamente, ella es algo que podemos relacionar ontológicamente o universalizar en forma de ley para la totalidad de los sucesos mutables cuyas condiciones son similares. Nos entrega la clave de la conexión causal. Por ejemplo, la relación causal “siempre que aplico calor al agua cuando está sometida a una presión de 1 atmósfera, ésta hierve cuando la temperatura alcanza los 100 grados centígrados” puede transformarse en la ley universal: “el agua hierve a los 100 grados centígrados a la presión de 1 atmósfera.”

El paso de una relación causal a una ley natural, lo que se denomina descubrimiento científico, no se realiza a través de la inducción, pues ésta considera sólo un número finito, aunque sea muy grande, de fenómenos similares. La inducción pertenece a un tipo de relaciones lógicas, pero no a las relaciones ontológicas que son las que formulan una ley. Basta que un caso no cumpla con lo postulado para que la supuesta ley, que pretende aplicarse a todos los casos contemplados de manera universal y necesaria, quede anulada. En el caso de una ley universal no vale el aforismo “la excepción confirma la regla”.

Una ley natural tiene validez científica y vigencia universal cuando son considerados todos los elementos condicionantes del fenómeno, y cuando son relacionados espacial y temporalmente de la manera apropiada, por mucho que se lleguen a desconocer los mecanismos últimos que expliquen tal comportamiento determinado. La ley de la gravitación universal describe el comportamiento de la masa y la energía en todo el universo, pero aún no se sabe por qué dos cuerpos tienen el comportamiento para atraerse mutuamente en razón directa a la masa y en razón inversa al cuadrado de la distancia.

Si bien el presupuesto para la validez de una ley natural es que el funcionamiento de las cosas del universo es determinista (siempre que se den tales condiciones y en presencia de tal fuerza, se produce un efecto determinado y no otro), la vigencia de las leyes naturales prueban, por otra parte, que el universo es determinista. Como consecuencia de lo anterior, podemos afirmar que el fundamento causal de cualquier cambio es una invariante.

Las leyes naturales surgieron en el instante de su creación, ya que estaban contenidas de modo codificado en la energía primigenia. Sin embargo, una ley comienza su existencia en el momento que aparece la función que ella describe. Toda función es propia de una estructura particular. En consecuencia, la ley cobra vigencia cuando la correspondiente estructura adquiere existencia, ya que ella se expresa a través de la funcionalidad particular que la caracteriza y la define. Así, toda estructura masiva funciona como cuerpo con masa y está consecuentemente sujeta a la ley de la gravitación. Únicamente los seres vivientes están determinados por las leyes de la evolución biológica. Sólo los seres humanos, a causa de nuestras capacidades intelectuales, obedecemos a las leyes del racionamiento.

Mecanismo causal y orden secuencial

Un segundo elemento que permanece estable e invariante a través del cambio es el mecanismo de la misma relación causal. Éste depende, dentro de un sistema dado, de una disposición que podemos describir y analizar, puesto que sus componentes son invariantes en el sentido de que estructuran el sistema y confieren un determinado orden secuencial al proceso. Así, el mecanismo aparece como el conjunto de las unidades estructurales estables con un orden secuencial dentro de un sistema donde se desarrolla un proceso. Por ejemplo, en el caso de la ebullición del agua los elementos estructurales que se mantienen invariantes, como su condición, son el calor de la llama, el recipiente, el agua líquida, el peso del aire, la humedad relativa del aire, el vapor de agua, etc. Todos estos elementos del mecanismo son por lo demás ontológicos y, por tanto, inteligibles, pues son funciones de las estructuras que intervienen.

El orden secuencial también es invariante: la llama produce calor, la llama se aplica al recipiente, el recipiente contiene el agua líquida, el calor se transmite al agua, el agua está sometida a la presión de 1 atmósfera, el agua posee un calor específico determinado, el agua cambia sus estructura de líquida a gaseosa al adquirir una temperatura determinada, etc. Resulta entonces que la dinámica existente en los procesos es idéntica a un mecanismo si la primera se considera por sus resultados y el segundo por el orden de sus relaciones causales. También resulta que todas estas relaciones causales son los componentes de un sistema, en este caso, del sistema de evaporación de agua, y que funciona por el suministro de energía. El orden secuencial nos es inteligible porque podemos relacionarlo ontológicamente.

El proceso

En tercer lugar, también el proceso mismo es invariante respecto a sus estados y, por tanto, también es ontológico. Un proceso es todo cambio que se opera y que va ocurriendo de modo dinámico en un sistema, y corresponde a la sucesión de estados analizables y medibles, pues el cambio se opera en último término de modo discreto. De ahí que un estado es aquello que también permanece fijo, al menos hasta que no cambie. Es la cosa misma desde el punto de vista cuántico, en cuanto unidades discretas; así, las unidades de agua líquida en el recipiente son invariantes en tanto no se transformen en vapor, como en el caso del ejemplo anterior. El estado es la cosa en cuanto ente.

Heráclito no supo apreciar tampoco esta situación, sino que percibió únicamente el esquema fenomenológico que describe los procesos en términos de fenómenos en una escala superior y no el cambio en el caso individual, el cual es discreto. Él hubiera observado únicamente el agua transformándose en vapor. Pero en una situación cuánticamente estable la cosa ontológica permanecerá invariable en tanto una fuerza no la cambie. No todas las unidades de agua en el recipiente se transforman en vapor simultáneamente, sino una tras otra, si bien de un modo indeterminado y aleatorio, pero estadístico. La importancia de la estabilidad relativa de la unidad discreta, desde el punto de vista ontológico, es que constituye la base para nuestro conocimiento abstracto, el cual surge de relacionar cantidades de unidades, y no el cambio mismo. Pero incluso el mismo proceso es una invariante cuando la velocidad del cambio es instantánea, y se puede hablar, por ejemplo, de explosión como un ente inteligible.

El dinamismo

Por último, el mismo dinamismo de un proceso es analizable y medible. Podemos definir qué fuerzas operan en un sistema y medir la intensidad, la magnitud, la dirección, el alcance, la velocidad, la duración, el recorrido y el sentido de ellas. En el ejemplo anterior, podemos establecer y calcular las fuerzas que intervienen: la intensidad de la presión a que está sometido el sistema, la magnitud de la fuerza de gravedad que mantiene al agua dentro del recipiente, la temperatura y duración del calor aplicado al agua, la tensión molecular del agua líquida, el calor latente, el calor específico, el gasto calorífico de la transmisión de calor, los coeficientes de transmisión de calor, la capacidad calorífica, etc. Todas estas medidas no sólo son comprensibles en sí mismas cuando están referidas a escalas conocidas, sino que a través de ellas podemos llegar a conocer el fenómeno que están midiendo, en este caso, el agua que ebulle y se evapora.

El hecho de que existan invariantes en el determinismo natural no significa que una relación causal sea fácilmente reproducible. Lo contrario parece ser la norma, sobre todo cuando se trata de entidades más complejas. Por ejemplo, si se piensa en la inconmensurable cantidad de sistemas solares similares al nuestro que pueden existir en el universo, no se puede deducir que en algunos de ellos pueda haberse desarrollado la inteligencia humana. Aunque naturalmente repetibles, es tan grande la cantidad de condiciones requeridas para la estructuración de un cerebro humano, que virtualmente son únicas y pertenecen a nuestro propio planeta y a nuestra propia era, y si se repite aquí y ahora, es a causa del mecanismo de la herencia genética y de las condiciones particulares del ambiente. Así que tener un encuentro cercano de tercer tipo con un humanoide extraterrestre, que además piense como un ser humano, es una imposibilidad virtualmente absoluta.


El conocimiento objetivo


Los procesos del conocer y el pensar no son espirituales ni tampoco tienen existencia en la res cogitans cartesiana, sino que se verifican en determinadas estructuras de nuestro propio universo de materia y energía, que son nuestros cerebros, e intervienen los mismos tipos de fuerzas que existen en dicho universo. Por una parte, el corazón bombea directamente hacia el cerebro una apreciable proporción de la sangre oxigenada y rica en nutrientes. Esta energía es empleada para mantener la acción de los fenómenos electroquímicos que se verifican en el cerebro para generar las funciones cerebrales psicológicas que producen tres tipos distintos, pero íntimamente relacionados, de estructuras psíquicas: las cognitivas, las afectivas y las efectivas. Todas se reúnen en la escala superior de la estructuración psíquica, que es la mente, la que se unifica en la conciencia. Por la otra, el cerebro es el receptor de un constante y variado flujo de señales electroquímicas cognitivas que provienen de los órganos de sensación por transformación de fuerzas electromagnéticas y gravitacionales del medio externo y que los sentidos de percepción estructuran en percepciones, el córtex organiza en imágenes y el neocórtex sintetiza en ideas o conceptos. Los conceptos o ideas son las unidades discretas del pensamiento abstracto.

Toda esta actividad cognoscitiva tiene un doble objetivo: primero es, siguiendo a los filósofos griegos y en especial a Aristóteles, conocer con verdad la realidad, y segundo, a partir de este conocimiento, dirigir y coordinar la acción intencional. En la acción de conocer el sujeto constituye la cosa en objeto cognoscitivo. El efecto último de la acción de conocer es generar una representación conceptual de la cosa en la mente. Parece conveniente aquí reiterar la aclaración entre los conceptos “cognitivo” y “cognoscitivo”. Por el primero me refiero a la actividad y a los procesos del conocimiento hasta la escala de la conciencia de lo otro, desde la pura sensación hasta terminar en la imagen. Por el segundo, al conocimiento producido por el pensamiento abstracto y lógico debido a la elaboración y reelaboración de ideas a partir de imágenes como materia prima, que es lo propiamente humano.

Todos los animales con cerebro y sentidos de percepción llegan a conocer entes múltiples y mutables y la funcionalidad de aquellos que les son beneficiosos o peligrosos. Aquéllos más evolucionados consiguen estructurar imágenes muy acabadas y hasta relacionar imágenes, obteniendo imágenes nuevas y más significativas. Las imágenes representan cosas en forma bastante concreta, inmediata, directa y unívoca, pues están muy cercanas de las cosas que representan. Son reproducciones virtualmente uno a uno de cosas que existen concretamente en la realidad.

El pensamiento animal se desarrolla en la escala de las imágenes, que son reproducciones de las cosas de la realidad. El pensamiento propiamente humano se desenvuelve en una escala superior, que es el de las ideas. Los experimentos realizados con delfines, loros grises o chimpancés, que ocasionalmente nos hace disfrutar algunos programas de televisión, no hacen sino recalcar la distancia cognitiva entre estos inteligentes y simpáticos animales y los seres humanos. La idea de triángulo es más que una imagen depurada de triángulo que corrientemente podemos tener, la que por medio de la analogía cualquier imagen de triángulo le puede ser asimilada. Yo, o un animal, puedo comparar dentro de una misma escala si mi imagen depurada de triángulo –y para la cual puedo incluso relacionar con una imagen acústica, como la forma fonética ¡triángulo!– se parece más a una forma de triángulo que se me presenta que a la forma de estrella que está a su lado. La idea es más que una imagen, pues se estructura en una escala superior que podemos denominar abstracta.

A partir del mismo tipo de imágenes, sólo el ser humano puede estructurar ideas de gran abstracción y muy lejanas de lo inmediatamente sensible. Las ideas más abstractas, en el sentido de que aunque hacen referencia a imágenes e ideas concretas no requieren ser representadas directamente, son los conceptos. El conocimiento humano se expresa en proposiciones, las cuales están compuestas por conceptos e ideas.

Lo que es verdaderamente extraordinario del intelecto humano son dos características: 1º que tenga ideas de cosas de la realidad, en circunstancias de que en la realidad no existen ideas; 2º que esas ideas puedan ser verdaderas en el sentido que estas representaciones abstractas de la realidad le correspondan fielmente. Por consiguiente el problema epistemológico fundamental es: ¿cómo es posible que nuestra mente pueda tener ideas abstractas y universales, en circunstancias que en la realidad que experimentamos es de objetos concretos y particulares?

Platón no pudo concebir un modo de conocer ideas a través de la experiencia sensible y planteó que el “Mundo de las Ideas” era distinto del “Mundo de las cosas”, del cual sería un mero reflejo. Los idealistas supusieron que los conceptos son innatos y no adquiridos a través de la experiencia. El problema que dejan sin resolver es que no es posible explicar por qué un ciego de nacimiento nunca llega a tener el concepto, por ejemplo, de rojo. Por otra parte, los conceptos sensoriales son fáciles de explicar que procedan de la experiencia sensible, como los positivistas exponían en contra de los idealistas, pero no ocurre lo mismo con los conceptos de libertad, honestidad, utilidad marginal, cuatrocientos treinta y seis, pues no se tiene de ellos ninguna imagen sensible correlativa. No es fácil explicar cómo conceptos, como infinito, implicación, deducción, puedan provenir de la experiencia sensible.

La explicación reside en que la experiencia sensible, común a la de los animales, provee imágenes a través de la síntesis de sensaciones y percepciones, y en que de las imágenes no se derivan las ideas o los conceptos dentro de su misma escala. Los conceptos pertenecen a una escala superior que sólo el pensamiento humano puede generar. Sus unidades discretas son las imágenes. Estas son representaciones de escala menor que se estructuran en base de percepciones. Son virtualmente reproducciones de las cosas de la realidad.

Los positivistas ingleses (Locke, Berkeley, Hume) denominaban “idea” a lo que es en realidad una imagen, lo que se ha prestado para muchos equívocos. A lo más que el positivismo puede llegar es a dilucidar si lo representado tiene sentido o no, pero no puede manifestarse acerca de la validez o no de una proposición.

Es posible distinguir en las imágenes dos ópticas: cuando la atención se enfoca en una imagen –acústica, visual, táctil, olfativa–, se hace referencia a un individuo y es la base para efectuar en una escala superior una relación ontológica; en cambio cuando se da importancia a una imagen en un contexto, o a una relación de imágenes, se está dando importancia a una acción, y es este caso, se está describiendo una relación causal. Un hecho es una relación causal que se produce en la realidad objetiva.

Con propiedad, santo Tomás de Aquino definía la verdad como la correspondencia entre la idea y la cosa, entre una proposición y un hecho, o, en términos más generales, entre la representación abstracta y lo concreto representado. Sólo una proposición puede ser verdadera o falsa. La verdad o la falsedad no se refieren a una imagen ni tan siquiera a una idea o concepto, sino que a una proposición. Sólo la proposición verdadera constituye materia del conocimiento de la realidad conceptualizada. El ser humano puede conocer con verdad, pues sus representaciones provienen de los objetos y se refieren a los objetos.

Así, pues, para conseguir una percepción, es necesaria la experiencia de la cosa mediatizada por sensaciones. Para adquirir una imagen de una cosa, se requieren tanto percepciones directas sobre la cosa misma como percepciones acumuladas en la memoria. Para tener una idea abstracta, las unidades que la estructuran, las imágenes, provienen de diversas fuentes, como las experiencias actuales y evocadas, los testimonios, las valoraciones culturales, las señales. Las ideas se desarrollan en nuestra mente a través de las relaciones ontológicas y causales que efectuamos en el proceso del conocer y del pensar, más las relaciones lógicas que construimos, junto con el apoyo práctico del lenguaje que no sólo ayuda a establecer el orden de una relación, sino que contiene la experiencia colectiva de toda una cultura.

El que las unidades abstractas del conocimiento subjetivo correspondan a la realidad objetiva y concreta depende de la consistencia que posean frente a la crítica de la verdad. Se puede afirmar de plano, en contra de los idealistas, que el hecho de tener una idea de algo, o de nombrar algo, no hace que la cosa de la que se tiene una idea o que se nombra adquiera existencia por sí misma. Por el contrario, la existencia de algo objetivo es anterior a la idea subjetiva de algo; y la idea de algo, para que sea verdadera, debe ser capaz de representar lo más fielmente posible a ese algo existente.


El conocimiento abstracto


Lo que nos diferencia de los animales es nuestra capacidad de pensamiento abstracto y lógico. El pensamiento racional relaciona lógicamente las proposiciones que generamos. Pero antes está el pensamiento abstracto, que tiene dos funciones afines: produce la idea, y también genera la relación ontológica.

Las percepciones y las imágenes son representaciones primarias del conocimiento objetivo. El punto es cómo podemos tener ideas trascendentales a partir de estas representaciones. Kant, al preguntarse “¿son posibles las proposiciones sintéticas a priori?”, estaba haciéndose eco del prejuicio de la imposibilidad de este tipo de proposiciones. Supuso que dichas ideas no pueden provenir del conocimiento sensible, por lo que no pueden ser a posteriori. Por el contrario, las proposiciones trascendentales, aquellas que son aplicables con necesidad a todos los seres del universo, son posibles gracias a nuestra gran capacidad intelectual para sintetizar conocimiento en escalas superiores y sucesivas a partir de las sensaciones que experimentamos en nuestro contacto con el mundo exterior. En el curso de nuestra estructuración cognoscitiva, los seres humanos distinguimos cosas que se asemejan y cosas que se diferencian, pues es así como las cosas se dan en la realidad. Gatos, leones y tigres se asemejan y nosotros los englobamos en la idea de felinos. Esta es la base del conocimiento abstracto y universal. No es la mente la que posee a priori un orden conceptual, como supuso Kant, sino que es la naturaleza es la que posee un orden que la mente puede aprehender. Pero para que este conocimiento sea necesario, se requiere conocer el origen –la causa– de la cosa. Así, el conocimiento de las relaciones causales, que proviene en último término del conocimiento experimental, nos da el grado de certeza que requiere la necesidad.

La abstracción en la construcción del concepto a partir de imágenes e ideas más concretas y particulares es una función cognoscitiva de nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie de operaciones. Primero, consi­dera dos o más conjuntos de imágenes o ideas más particulares. Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo conjunto de escala superior. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los caracteres comu­nes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura de escala superior. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también imaginando, de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va acompañada corrientemente por coloridas imágenes más concretas.

Aquello que ha admirado a los filósofos es, por una parte, la capacidad del intelecto para tener ideas abstractas, las cuales se refieren a conjuntos de cosas relacionadas, cuando la realidad se presenta como una multiplicidad de cosas sin aparentemente mucha relación. La idea de triángulo se aplica a todas las figuras de tres lados sean del tamaño y del material que fueren. Por la otra, es la capacidad del mismo intelecto para avanzar desde la multiplicidad de lo individual hacia la unidad de lo universal. Debemos pensar que dichas capacidades de la mente son un reflejo de la realidad. Si atendemos a ésta, advertiremos que las cosas se relacionan con otras cosas que pertenecen a la misma escala, que son de escalas inferiores incluidas, o que son de escalas superiores incluyentes. En consecuencia, si nuestro intelecto puede abstraer elementos significativos y comunes de las cosas y puede universalizarlos, no es porque tales elementos son anteriores a las cosas (perteneciendo a las ideas), sino porque las cosas están constituidas primero por dichos elementos que el intelecto luego relaciona, comprendiéndolos. Mal que mal, la inteligencia que poseen los individuos de nuestra especie evolucionó exigida por la existencia de la lucha por sobrevivir justamente en la realidad, y no surgió ya habilitada para dirigir la lucha.

Las cosas del universo son aparentemente caóticas. La diversidad de cosas, sus distintos movimientos, el continuo fluir y cambio, comparados con el orden y unidad de las representaciones en nuestra mente, hicieron pensar a muchos filósofos que la unidad y el orden existen sólo en las ideas. Estas características pertenecen, por el contrario, a las cosas de la realidad objetiva, y nuestra inteligencia tiene la capacidad precisamente de encontrarlas. Ocurre que la realidad no es sólo aquel tiempo y espacio lleno de cosas distintas que podemos percibir. También es aquello que relaciona las distintas cosas en causas y efectos en el espacio y el tiempo. La realidad es el pasado de donde se originan las causas, el presente donde se actualizan en efectos y el futuro hacia donde se dirigen las causas del presente. No es sólo el conjunto de cosas, las que podemos comparar por sus características (accidentes) que podemos percibir, principalmente es el conjunto de las relaciones causales existentes entre las cosas y que podemos llegar a conocer. De ahí que la realidad –o el ser– sea no solo lo existente, también es lo histórico y lo potencial.

En consecuencia, podemos definir la inteligencia no sólo como la capacidad para relacionar las representaciones de las cosas (sensaciones, percepciones, imágenes, e ideas o conceptos), sino también para encontrar aquello que relaciona ontológica, causal y lógicamente las cosas de manera objetiva. Desde otra perspectiva, la abstracción no significa un apartarse de la realidad concreta, sino que es una capacidad intelectual para racionalizar la realidad concreta y otorgarle universalidad y necesidad.


La estructuración del conocimiento


Podemos entender por relacionar precisamente estructurar. Si identificamos el concepto “relación” con el de “estructuración”, podremos acordar que es mucho más fuerte que el de “asociación”. La asociación une diversas unidades por sus aspectos secundarios o accidentales. En nuestro caso la relación los une por lo primario o lo esencial. De ahí que la relación estructure dichas unidades en una escala superior. En este sentido la escuela psicológica asociativa de William James (1842-1910), que emana de David Hume (1711-1776), no puede decirnos mucho acerca de la epistemología.

El producto de la inteligencia es el conocimiento. La inteligencia animal permite relacionar las representaciones de las cosas percibidas hasta solamente la escala de las imágenes. El cerebro del ser humano, por su capacidad de abstracción, puede sintetizar las representaciones en las escalas mayores de las ideas y conceptos, relacionándolos de modo ontológico –y también de modo metafísico–. A su vez, en la mente humana las relaciones ontológicas y causales producen proposiciones y juicios, los que ésta relaciona de modo lógico.

La materia adquiere orden cuando naturalmente se estructura mediante el empleo de la fuerza y el uso de la energía. El orden de nuestro conocimiento proviene simplemente del orden de las cosas cuando logramos la verdad y el buen razonamiento. Nuestras relaciones ontológicas provienen de nuestras representaciones en la escala de la abstracción, mientras que nuestro conocimiento de las relaciones causales proviene de comprender la funcionalidad y el funcionamiento de las cosas.

La inteligencia construye estructuras cognitivas a partir de elementos representacionales que relaciona. En el proceso de conocer ella separa las distintas representaciones, distinguiéndolas como únicas, y las une a otras por aquello que tienen en común. Cuando me refiera a “relación”, deberemos entender también su recíproco, “distinción”. Un ser humano tiene una idea de triángulo tanto porque puede distinguirlo de otras figuras geométricas planas, tales como cuadrados, círculos o trapecios, como porque puede relacionar implícitamente sus componentes fundamentales consistentes en tres rectas en un plano que conforman tres ángulos internos que suman 180º, que es lo que en efecto estructura y define el triángulo mismo. Su idea de triángulo será aún más abstracta cuando llega a relacionar además que las rectas pueden ser de cualquier tamaño y sustancia y que cualquiera de los ángulos que éstas conforman puede tener cualquier abertura menor de 180°.

La representación es una realidad más extensa que el símbolo. El símbolo es una relación convencional, unívoca, unilateral, unidireccional con un objeto. La representación es una relación directa y global con un objeto que admite una multiplicidad de escalas incluyentes. La idea de triángulo representa desde la idea más abstracta, definida como una figura geométrica de tres lados hasta el triángulo más concreto posible de imaginar, en tanto que puede ser simbolizada por cualquier figura convencional.

El conocimiento es igual que tener conciencia de cosas y cambios de la realidad a través de sus representaciones, o contenidos de conciencia, y sus relaciones. Por lo tanto, conocer es adquirir conciencia. La ignorancia acerca de algo es lo mismo que no estar consciente de aquello. Así, pues, mientras la inteligencia es la capacidad para relacionar contenidos de conciencia, el conocimiento es la conciencia tanto de los términos de la relación como de la relación misma.

El conocimiento incluye información tanto sobre qué es el universo y sus cosas como sobre cómo ésta funciona y está estructurada. Desde el punto de vista metafísico las cosas del universo son estructuras y fuerzas que se estructuran en escalas sucesivamente incluyentes, siendo unidades discretas de una estructura de escala superior y estando compuesta por sus propias unidades discretas, y se afectan entre sí causalmente dentro de su propia escala.

El proceso del conocimiento no se escapa de esta condición o naturaleza. Nuestro sistema nervioso central, constituido por un ingente amasijo de neuronas densamente interconectadas, es extraordinariamente funcional. Actúa en todas nuestras actividades o funciones psíquicas, entre las que se cuenta preponderantemente el conocimiento. Este comienza a partir de la información nueva externa que llega al cerebro más información almacenada en la propia memoria. El conocimiento es a posteriori: recibe de los sentidos de sensación señales sensibles, constituyendo unidades discretas de la percepción, que es una estructura psíquica que se encuentra en una escala superior que las sensaciones; a continuación, el cerebro ordena estas percepciones en imágenes, que es una estructura psíquica de escala superior que las percepciones; luego, el mismo cerebro organiza en una escala aún superior las imágenes en ideas. Una imagen es una representación de algo concreto, mientras que una idea es una representación abstracta. Una imagen puede ser definida por una idea. Por ejemplo, Juan, mi vecino, es un hombre. La idea de hombre es una estructura psíquica cuyas unidades discretas son imágenes concretas de múltiples individuos humanos concretos que el sujeto conoce por su experiencia y que su mente relaciona y sintetiza en un todo ideático de escala superior. La idea de hombre no tiene existencia sino en la mente, como representación abstracta.

Pero aquí no se acaba todo. El mismo sistema nervioso central realiza nuevas estructuras psíquicas con las ideas para obtener proposiciones o enunciados, y que son estructuras de una escala todavía superior, y son de dos tipos: relaciones ontológicas y relaciones metafísicas (estas últimas son proposiciones trascendentales). Las relaciones causales que se dan en la naturaleza son aprehendidas como relaciones ontológicas y culminan apropiada y científicamente en la formulación de leyes naturales que tienen validez en el universo entero. Las proposiciones son a su vez estructuradas en una escala aún superior, y tenemos entonces las relaciones lógicas.

Todas las unidades psíquicas en sus diversas escalas podemos llamarlas representaciones, pues están referidas en último término al mundo sensible, pudiendo la actividad cerebral saltar de escalas y pasar de sensaciones a ideas en milésimas de segundo. La mayor o menor adecuación entre una representación y el mundo sensible o realidad se llama verdad. Como se puede apreciar, no hay nada a priori en el sujeto que conoce que no sea su propia memoria de representaciones estructuradas a partir de su propia experiencia y aprendizaje. El sujeto sólo tiene la inteligencia con la que la naturaleza lo dotó y que le permite efectuar las estructuraciones psíquicas de sus representaciones. La realidad es el mundo objetivo (sensible) potencialmente inteligible.

Las sucesivas estructuraciones del objeto se pueden conocer directa y objetivamente a través de representaciones. Sus modos de funcionar se conocen empíricamente. Aquello que caracteriza el conocimiento abstracto son determinadas funciones cognoscitivas correlativas. La mente, que es un producto psíquico de la funcionalidad del cerebro humano, tiene la capacidad de abstracción para relacionar temporalmente estas representaciones y comprender las relaciones causales que las afectan. Tiene la capacidad de abstracción para relacionar espacialmente estas representaciones hasta llegar a estructurar ideas abstractas. También tiene la capacidad para abstraer la cantidad tanto del tiempo como del espacio y llegar al número. En fin, tiene la capacidad para abstraer lo trascendental de estas representaciones.

El conocimiento se identifica más con conciencia que con información. Un sujeto muy bien informado lo está porque activamente ha intencionado en forma consciente conocer, siendo en este caso la información un efecto del conocimiento. La conciencia es tanto la capacidad para ser informado como el interés por informarse. No basta que un sujeto esté expuesto pasivamente a un flujo de información quam tabulam rasam para luego memorizarla, como algunos educadores y comunicadores, siguiendo a ciertos filósofos de la lengua, suponen y además quieren. El sujeto requiere estar consciente y vigilante. Santo Tomás de Aquino (1224-1724) habla de intellectus agens para indicar la actividad cognoscitiva del sujeto. La pasividad frente a la información no produce conocimiento. La información así adquirida es útil sólo para pasar exámenes y participar en concursos de conocimientos. El conocimiento es la estructuración activa a partir de subestructuras informativas. Es comprensión y entendimiento. Esta estructuración parte de la fuerza que ejerce el sujeto consciente, vigilante y alerta, y en ocasiones demanda tanto esfuerzo intelectual que produce somnolencia.

Si la idea puede ser comunicada mediante símbolos, la imagen debe ser producida directamente, o ser repetida, para ser comunicada. Lo que simplemente es incomunicable son las sensaciones y las emociones en sí mismas, aunque no sus manifestaciones externas. La cultura audiovisual contemporánea, en la utilización de complejas técnicas de publicidad, explota la imagen al extremo de pretender suplantar la idea cuando asocia imágenes distintas para provocar una emoción, la ilusión de una idea o incluso una proposición. En su producción genera corrientemente la percepción de una realidad distorsionadora de valores, ilógica y puramente concreta. Por otro lado, si el arte logra expresar ideas a través de imágenes que son inexpresables por medios verbales, es inadecuado para describir con exactitud la causalidad existente en la realidad. La razón para ello es que la metáfora, que es su modo de expresión, por la que asocia analógicamente dos relaciones cuyas conexiones son equivalentes, no es propiamente lógica ni causal.

Una idea existe en el espacio y el tiempo. Una idea es una estructura y, en cuanto tal, es una realidad que ocupa espacio, aunque naturalmente muy pequeño cuando existe en la mente humana, la que se asienta en el sistema nervioso central, pues involucra una cantidad determinada de microscópicas neuronas. Su permanencia en el tiempo puede durar desde un instante en una conexión sináptica hasta lo que dura la existencia de la persona si se sintetiza como recuerdo en su memoria. La idea puede trascender el recuerdo en la memoria individual si es transmitida al medio cultural y es traducida a símbolos convencionales e impresos en libros, o grabados en cintas magnéticas o en cualquier otro tipo de memoria artificial.

Es conveniente señalar que la idea es triplemente funcional. En primer lugar, la idea, al poder relacionar una cantidad de entes, nos puede dar una explicación de la realidad comprendida por éstos. También la idea puede comunicarse. En esta segunda función, un individuo, para comunicarse con otros, debe necesariamente relacionar o cifrar las ideas en símbolos convencionales comprendidos colectivamente. El símbolo puede ser reproducido utilizando materiales de larga duración, como el granito, el bronce, el pergamino, el papel, el disco magnetofónico, la cinta magnética o el disco compacto. Una tercera función de la idea es dirigir, coordinar y regular nuestra propia acción al otorgarle un contenido valórico y un contenido intencional, es decir, un contexto y un propósito. Esta misma intención comunicada a otro permite manifestar la propia voluntad y también concertar y coordinar la acción en común.

Existen tres tipos de relaciones de las que podemos derivar, mediante el pensamiento abstracto, un conocimiento objetivo ulterior: la relación ontológica, la relación causal y la relación metafísica. La primera pertenece al “ente”, formula la pregunta “¿qué es?”, su parámetro es la individualidad, está referida a la estructura de la que forma parte y a su función específica y la respuesta es la esencia. La segunda pertenece a la relación de causa y efecto, formula la pregunta “¿cómo es?” y también “¿por qué es como es?”, sus parámetros son lo múltiple y lo mutable, está referida al cambio y la respuesta es la comprensión del funcionamiento de las cosas. La tercera pertenece al “ser”, formula la pregunta “¿por qué es lo que es?”, su parámetro es lo trascendental, está referida a lo que es esencial al ser y la respuesta es la fuerza y la estructura.

En consecuencia, el conocimiento objetivo es una estructura de actitudes mentales que buscan responder a tres tipos de preguntas distintas que el sujeto se hace respecto a la realidad. La relación ontológica resulta de responder a la pregunta “¿qué es?” En una primera instancia la mente relaciona una imagen con una idea, como en el ejemplo, Juan es un hombre. En una escala superior, una relación ontológica verdadera es el producto de relacionar dos ideas, como en el ejemplo, un hombre es un animal racional. Por su parte, la relación causal surge de responder a la pregunta “¿cómo es?” Este preguntarse comprende una serie de escalas que va desde el simple hecho causal, a la hipótesis, hasta la teoría. En cuanto a la relación metafísica, aparece con la pregunta “¿por qué es?” La respuesta considera lo que es trascendental de las relaciones ontológicas, alcanzando el máximo grado de abstracción. Por último, la mente también efectúa relaciones lógicas cuando ordena racionalmente las proposiciones que resultan de las respuestas a las anteriores preguntas para obtener proposiciones ulteriores.


El sistema del pensamiento


El sistema del pensamiento ocupó el centro de la filosofía de René Descartes (1596-1650), a quien le tocó vivir en una época de grandes contradicciones filosóficas y de verdades contrapuestas. Este filósofo quería construir un método para llegar a la verdad incontrarrestable. Supuso que las ideas que sustentan cualquier juicio verdadero deben ser claras y distintas y estar despojadas de toda imprecisión y error. Esto significa sostener que entre la idea y la realidad se debe dar una relación de uno a uno, es decir, una idea para cada cosa. Para ello Descartes creyó que la realidad es extensa, o sea, está compuesta por unidades con extensión, y que es posible descubrir y conocer los segmentos unitarios y llegar a obtener una representación cognoscitiva de estos segmentos. Pensó que el conocimiento es la capacidad para conocer estos segmentos y que un gran conocimiento es posible si uno llega a adquirir una cierta cantidad de estas representaciones.

Sin embargo, la realidad no es precisamente la totalidad de estas unidades extensas que conforman el espacio del universo, aunque éstas sean de tamaño casi infinitesimal. La realidad es más bien aquello que nosotros podemos objetivar, esto es, que podemos erigir en objeto de nuestro conocimiento. Aquello que no es susceptible de objetivar simplemente no podemos conocer. Por una parte, nuestro sistema de pensamiento racional y abstracto puede objetivar unidades más universales de cosas individuales y concretas en lo que llamamos ideas, en el sentido de que podemos predicarlas de todas estas cosas. Por la otra, el proceso de este sistema trata de estructurar estas ideas en enunciados, proposiciones o juicios a partir de las relaciones que efectúa, relacionándolas según sus semejanzas para llegar a ideas aún más universales. Luego relaciona estas proposiciones según criterios lógicos. En fin, también puede objetivar las relaciones entre cosas gracias a que se relacionan naturalmente de modo causal. De allí que nuestro pensamiento pueda estructurar un mundo de ideas, efectuando relaciones ontológicas mediante el proceso de abstracción, relaciones lógicas por nuestra capacidad para procesar racionalmente distintas proposiciones, y ontologizando las relaciones causales de la naturaleza.

El sistema del pensamiento es un proceso cognoscitivo cuya función es correlacionar críticamente nuestro mundo subjetivo y personal de representaciones e ideas con el mundo objetivo de cosas reales, adecuando y modificando permanentemente el primero al segundo hasta hallar la correspondencia o adecuación más completa que nos es posible. Mediante el análisis, sometemos las relaciones causales al rigor de la lógica. Mediante la síntesis, sometemos las conclusiones de la lógica a las relaciones ontológicas. El objetivo de este proceso es el juicio correcto que se identifique con una proposición verdadera y llegar a verdades universales que engloben conceptos y juicios de menor escala.

Para obtener juicios correctos debemos superar muchos obstáculos que se interponen en el camino: prejuicios, suposiciones, ignorancia, fallas lógicas, como las generalizaciones y conclusiones ilógicas, pasiones que obnubilan el juicio, etc. En la obtención de estos juicios, no sólo está implicada la supervivencia de la persona como organismo biológico, sino que también su desarrollo y su crecimiento intelectual. Sin embargo, la supervivencia del individuo humano depende principalmente de la subsistencia de su grupo social, y para recibir la protección de éste aquél debe aceptar y hacer suyo los juicios que los individuos que componen el grupo social efectúan sobre todo tipo de materias, aunque muchos de dichos juicios sean manifiestamente erróneos. En consecuencia, a pesar de que el mandato de la inteligencia es que su sistema de pensamiento obtenga juicios verdaderos, la libertad personal le señale al individuo que persiga como camino correcto la rectitud y, su conciencia le dicte buscar la verdad a todo trance, la presión social y el temor al rechazo social consiguen adormilar su pensamiento y aceptar las mentiras y los errores colectivos como si fueran benéficos.



CAPITULO 3. LA RELACION ONTOLOGICA



La relación ontológica es una estructuración como producto de unir en la mente las esencias de dos o más entes y obtener una unidad ideática más abstracta. La unión es una síntesis que produce una idea más universal. Inversamente, la intersección de dos o más conjuntos de ideas produce a través de este análisis una idea menos universal. El fruto del proceso del pensamiento abstracto es la idea o concepto.


La esencia


Existen dos escalas en las relaciones ontológicas. La escala menor relaciona la imagen de un objeto individual concreto con la estructura ideática de la cual es una unidad discreta. Por ejemplo, mi vecino Juan es un hombre o Micifuz es mi gato. La escala mayor de relación ontológica relaciona dicha estructura ideática con otras estructuras similares y obtiene una estructura conceptual de escala mayor y de la cual las anteriores forman parte como unidades discretas. Además, para definir dicha estructura conceptual con precisión, le agrega su función específica, que la caracteriza y la diferencia de las otras unidades discretas. Por ejemplo, un hombre es un animal racional o un gato es un felino doméstico.

De este modo, una relación ontológica es una estructuración, a una escala menor, de unidades discretas de representaciones de imágenes e ideas de entes más concretos para producir una idea. A una escala mayor se estructura una unidad conceptual más abstracta que incluye solo ideas como sus unidades discretas. Puesto que incluye otros conceptos que la definen o la comprenden, se identifica naturalmente con una proposición. Una proposición es la relación explícita y asimétrica (la relación simétrica es una tautología) de dos o más conceptos o ideas. Únicamente los seres humanos tenemos el poder de abstracción y de razonamiento que nuestra enorme capacidad cerebral nos otorga para, en una primera instancia, abstraer ideas y generar una relación ontológica. De esta relación, se obtiene una proposición que puede ser altamente abstracta, en el sentido de llegar a no tener una referencia directa con algo concreto.

La palabra ontología proviene del griego y significa conocimiento de entes. Un ente es un ser, una cosa, pero en tanto es inteligible; es lo que produce la esencia, aquello de la cosa que está referido a nuestro conocimiento abstracto. Luego, un ente, por estar referido a nuestro intelecto, es un objeto. Y lo que está referido de una cosa individual a nuestro intelecto es la imagen de la cosa.

Toda cosa es una estructura funcional. Lo que primeramente conocemos de la cosa son sus funciones que afectan a nuestros órganos de sensación, o sus accidentes, en términos aristotélicos, o su apariencia, el fenómeno, en términos kantianos. La “información” (Aristóteles diría, por el contrario, la “forma”) que aporta la cosa es recibida por el cerebro a través de los sentidos, y estructurada como percepción. Nuestro intelecto, tal como el ojo que está adaptado a captar la gama de radiación más intensa del Sol, ha evolucionado para poder conocer precisamente la realidad como aparece. Lo que primero conocemos de una cosa es aquello que se manifiesta concretamente de ella como percepción (visual, auditiva, táctil, etc.), y segundo, en una escala mayor, conocemos su imagen.

Pero además, y en contra de la opinión de Kant, también nuestro intelecto puede conocer la “cosa en sí,” el noumena kantiano. Ello lo efectúa mediante la relación ontológica a partir del conocimiento de cómo funciona la cosa que conoce y con qué una cosa se relaciona. El “cómo” funcionan las cosas deriva del conocimiento de las relaciones causales que la ciencia empírica descubre en su actividad. De este modo, la cosa en sí es una estructura que se comprende por ser parte de una estructura de escala superior y por sus funciones que derivan del ejercicio de las fuerzas de sus subestructuras, de escalas inferiores.

La abstracción es la capacidad de nuestro intelecto para construir o estructurar relaciones ontológicas. No es, como lo entiende la epistemología aristotélica, la asimilación o la captura de la forma inmaterial de la cosa concreta por el intelecto. La forma contendría la esencia, y tras tener la experiencia de uno de estos entes, se conoce al resto de los entes de la misma forma. Se supondría que la esencia tiene una naturaleza anterior al ente, pudiendo ser compartida por un número de ellos. Por el contrario, la idea es una producción de nuestro pensamiento a partir de la experiencia de cosas cuyas imágenes, y no sus formas, llegamos a conocer. Cuando relacionamos una cantidad de entes por sus imágenes, no sólo distinguimos aquello que tienen en común y que los diferencia del resto, sino que también los ubicamos como perteneciendo o formando parte de otros entes. Aquello que los agrupa por lo que tienen en común constituye una idea. Por ejemplo, si son artefactos que tienen en común manubrio, sillín, dos ruedas y pedales, son ‘bicicletas’, y si en vez de pedales tienen motor, son entonces ‘bicimotos’.

La esencia es aquello que toda cosa tiene en cuanto objeto de conocimiento. Se compone de la esencia correspondiente a la estructura de la cual es una unidad discreta, que es su parte genérica, y de la esencia correspondiente a su propia función, que es su parte específica, por ejemplo, planeta con biosfera, tablero apoyado-en-patas, rumiante lechero, artefacto-volador autopropulsado. Aunque las esencias pertenecen a las cosas en cuanto entes u objetos de conocimiento, pueden ser comunes a varias cosas y, en este sentido, nuestro intelecto las relaciona antológicamente y obtiene una idea de escala superior. Cada cosa tiene su propia esencia, que es lo que afirman los nominalistas, pero también cada relación de entes toma aquello de su esencia por lo que las cosas relacionadas en nuestra mente poseen en común.

Por lo tanto, si una imagen es la representación en la mente de una cosa individual concreta, una idea es la representación del común denominador de un conjunto de cosas individuales y/o conceptos abstractos, que es la estructura de escala superior que las engloba, pues ésta relaciona en sí misma una cantidad de entes más o menos concretos por lo que tienen en común. La referencia de los diversos entes a una sola esencia es lo que se puede denominar ‘relación ontológica.’ La relación ontológica corresponde a las partes de las esencias de las cosas que son comunes entre ellas. El producto de la relación ontológica es la idea o concepto. Entre la diversidad de cosas que experimentamos algunas de ellas tienen un tronco enraizado en el suelo que se proyecta hacia arriba en follaje. A tales cosas las podemos reunir bajo un concepto que podemos denominar “árbol”, siendo su esencia el ser un vegetal leñoso. Una relación ontológica termina por adquirir formalmente la estructura de una proposición o un juicio que contiene un sujeto y un predicado. Cuando advertimos que el follaje es verde, podemos decir “el árbol es verde”.


La unión y la intersección


La relación ontológica se verifica sobre la base de la cantidad de entes. En efecto, su mecanismo tiene por objeto la obtención de las esencias, que son las unidades inteligibles, a partir de las ideas abstractas de una multiplicidad de objetos sensibles disímiles. Establece una mecánica que busca en los caracteres o propiedades inteligibles abstraídas de las representaciones ideáticas lo que tienen de común. En la perspectiva de lo más universal lo múltiple queda en el terreno de lo menos inteligible y de las matemáticas. También lo mutable deja de ser un carácter inteligible apenas se aumenta el grado de abstracción y la idea se hace más universal, pues la relación ontológica tiende a lo simple, condición de la unidad, que es lo opuesto a lo complejo, condición de lo mutable.

Para explicar la mecánica de la relación ontológica, es útil recurrir a la teoría de conjuntos de Georg Cantor (1845-1918), aunque su intención no haya sido referirse precisamente a esta relación. En ésta los conjuntos pueden someterse a sólo dos tipos de operaciones distintas: la unión y la intersección. La unión de dos o más conjuntos constituye un nuevo conjunto que comprende todos los elementos de los anteriores. La intersección de dos o más conjuntos es el nuevo conjunto que resulta de considerar sólo aquellos elementos que se encuentran en los anteriores conjuntos al mismo tiempo.

La unión se identifica con la síntesis ontológica, en tanto que la intersección, con el análisis. Tanto la síntesis como el análisis tratan de estructuras y fuerzas, ya sea para relacionar aquellas de una misma escala y obtener otra de una escala superior que las comprenda, o para disociar los componentes de una estructura o de una fuerza y manejarlos separadamente. Cuando la operación es del intelecto, las genéricas síntesis y análisis se especifican en la unión y en la intersección de Cantor, respectivamente.

Una relación ontológica vincula tanto a los individuos por alguna de sus funciones como a las estructuras por algún aspecto o cualidad. Por ejemplo, un conjunto puede contener individuos verdes o rojos y grandes o chicos. Se pueden establecer conjuntos de individuos o elementos verdes, rojos, grandes y chicos. En este caso los conjuntos de colores con los de tamaños se intersectan. También el conjunto de elementos verdes y el conjunto de rojos pueden unirse en el conjunto de elementos de color. Lo mismo puede ocurrir con el conjunto de elementos grandes y el conjunto de elementos chicos. Relacionar las cosas en forma ontológica es una capacidad intelectual que poseemos naturalmente. La filosofía se puede definir como el tratamiento de las relaciones (ontológicas) entre las cosas por lo que son en sí (los ‘qué son’), más que por sus manifestaciones o funciones (los ‘cómo son’).

Refiriendo la teoría de conjuntos a la relación ontológica, en el caso de la unión las ideas de varios elementos individuales o de varios conjuntos individuales pueden constituir la idea de un conjunto más universal. Por ejemplo, las ideas de gatos, loros, hormigas, hombres, cocodrilos pueden conformar la idea más universal de “animal”. Si la idea de gato la relacionamos con las de tigres, panteras, pumas, ocelotes y leones, obtenemos el conjunto de “felino” que es relativamente menos universal que el de animal pero más que el de gato.

En el caso de la intersección, la idea de un individuo, o de un conjunto particular, puede estar compuesta por dos o más ideas más universales. Por ejemplo, la idea individual de “gato” está compuesta por ideas más universales, como “felino” y “doméstico”, suponiendo, desde luego, que éstas sean los caracteres esenciales más significativos y distintivos de la idea de gato. Las ideas más universales se refieren a una mayor cantidad de entes que las menos universales. Pero cuando ocurre una intersección de ideas, es decir, cuando los géneros se especifican, en este caso, felino por doméstico y doméstico por felino, el conjunto (o idea) resultante se restringe para designar a la totalidad de los individuos “gatos”. Adjetivando aún más una idea, como por ejemplo, la idea “gato” adjetivado con “negro de la tía Ana”, se puede llegar a lo individual y concreto, en este caso, al ‘gato negro de la tía Ana’.

No debemos confundir la naturaleza de las ideas con la naturaleza de las cosas, de las cuales construimos imágenes. En las cosas existen estructuras que son unidades discretas de estructuras de escalas superiores y están compuestas por estructuras de escalas inferiores que son sus propias unidades discretas. Por ejemplo, el aparejo de un buque a vela está compuesto por la arboladura, la jarcia y las velas. La arboladura es el conjunto de palos y vergas, la jarcia es el conjunto de todos los cabos y las velas es el conjunto de los paños de lona rebordeado por la relinga y que se larga en la arboladura y estayes. Por su parte, el aparejo es, como el casco, parte del buque.

De modo similar a la relación ontológica que puede especificarse, una acción, esto es, un verbo, puede especificarse relacionándola con una o más ideas que denominamos adverbios. La relación de dos o más ideas genera mayor conocimiento, y éste es verdadero si las ideas y su relación corresponden con la realidad.

En consecuencia, mediante operaciones de unión de conjuntos podemos avanzar hacia lo universal. Mediante operaciones de intersección de conjuntos podemos retroceder hacia lo individual. Por ejemplo, entre el Félix individuo y el ser universal puede mediar una cantidad de relaciones válidas: Félix es un gato; Félix es un felino; Félix es un mamífero; Félix es un animal; Félix es un ser viviente; Félix es un ser. En cada paso el predicado se hace más extensivo, abarcando más unidades, hasta identificarse con el universo. De igual modo, son válidas las relaciones entre términos intermedios. Por ejemplo, un gato es un felino; un mamífero es un animal; un felino es un ser, etc.

Lo singular no es cognoscible como idea, sino como imagen, pues no es susceptible de ninguna operación. Las cosas, como entes, pueden ser conocidas conceptualmente en toda relación ontológica únicamente por referencia a otros entes, y no en sí mismas. En sí mismas nos aparecen como imágenes. Naturalmente, aquello que sirve de referencia y que comparte con otros entes es su pertenencia a una estructura de escala mayor y a su funcionalidad distintiva.

El mecanismo que efectúa la relación ontológica es la abstracción, pues reúne los caracteres fenoménicos comunes de la pluralidad de entes en una sola esencia. Es conveniente, por tanto, volver a la abstracción. Ésta es una función psicológica de nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie de operaciones. Primero, considera dos o más conjuntos. Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo conjunto. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los caracteres comunes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura de escala.

El contenido de este nuevo conjunto es lo que denominamos “esencia”. Así, cada idea, que se refiere a un conjunto de entes, responde a una esencia específica, y una misma esencia puede ser compartida por otros entes de la misma escala. El hecho de que la esencia sea una característica propia del ente y no algo impuesto por el sujeto en forma arbitraria, como quiso Kant, responde a tres razones. Primero, el funcionamiento de nuestros cerebros es similar. Segundo, tenemos la capacidad para comunicarnos y compartir las mismas ideas o conceptos, traducidos a símbolos. Tercero, tanto la esencia como los caracteres que la conforman pertenecen a objetos de la realidad, y no al mundo de las Ideas. El único problema radica en nuestra capacidad para efectivamente aprehender la esencia en forma precisa, completa y desprejuiciada.

Mientras más universal es una esencia, mayor cantidad de entes individuales participan de ella; de igual manera, aunque ella sea considerada más fundamental, menor es la parte de la esencia individual que es participada, pues los caracteres, o elementos comunes, son menores. En la medida que los rasgos fenoménicos comunes son más básicos, éstos se pueden predicar de una mayor cantidad de individuos. El extremo absoluto de esta escala es la noción única de ser, la esencia más universal de todas, ya que ésta puede predicarse de todos los individuos que participan de ella y se extiende a la totalidad de los individuos del universo. El extremo absoluto opuesto corresponde a la pluralidad de los individuos singulares. Las unidades inteligibles, o esencias, entre ambos extremos están referidas, en el primer caso, a conjuntos más particulares y, en el segundo caso, a conjuntos más generales mutuamente especificados (o intersectados). En consecuencia, toda esencia se relaciona a las otras esencias en cuanto a la cantidad de entes y, en último término, a la unidad y universalidad del ser.

Por lo tanto, la relación ontológica necesita tan sólo una coordenada en el proceso del conocimiento: la cantidad. Con el objeto de poder visualizar este mecanismo podemos imaginar lo siguiente: a lo largo de su único eje se pueden ubicar los diversos momentos de conocimiento según pertenezcan a ideas más o menos abstractas. Uno de los extremos de esta abscisa queda ocupado por la multiplicidad de lo individual. Esta es una pluralidad de seres individuales sensibles, cada uno de los cuales es percibido y representado en tanto imagen como una singularidad, pero sin relevancia ontológica en tanto no se relacione con otros entes, pues el conocimiento objetivo es de lo plural, no de lo singular, la razón es que lo singular no está referido a algo. El otro extremo corresponde a la unidad de lo universal, es decir, al mismo ser, que comprende la totalidad de las cosas inteligibles, donde el ser no es una cosa, sino un concepto o una idea que se predica de todas las cosas en cuanto objeto de conocimiento. Entre medio se encuentran las ideas según su grado de universalidad.


El producto del conocimiento abstracto


El producto del proceso del conocimiento abstracto es el concepto o idea. Pero, primero, conviene hacerse la pregunta: ¿hasta qué punto el conocimiento obtenido en este proceso corresponde a la realidad objetiva? El proceso comienza con la estructuración de sensaciones a partir de las señales provenientes del objeto. Nótese que nuestra noción de objeto no es lo que el entendimiento provee, según la tradición kantiana, sino que denominamos objeto a aquello que es directamente externo a nuestro intelecto y que emite señales que nuestros sentidos pueden recibir; es decir, el objeto es una cosa referida a nuestro conocimiento. A partir de estas señales, los sentidos de sensación integran sensaciones para terminar produciendo percepciones que el intelecto organiza en imágenes. En una escala superior las imágenes conforman ideas, las que por la abstracción se consolidan en conceptos o ideas de carácter más universales. Las ideas, o conceptos, son las esencias de los entes, u objetos referidos a nuestro conocimiento conceptual. Nótese además que en este proceso no existe ninguna dualidad entre lo material y lo espiritual. Todo en él son fuerzas y estructuraciones cerebrales de representaciones psíquicas de estructuras y fuerzas existentes en nuestro universo de materia y energía.

El problema del conocimiento en esta perspectiva es que, a partir de la entrada de las señales en el sujeto que conoce, todo el proceso lo realiza el mismo sujeto en su sistema nervioso. Sin embargo, esta acción puede distorsionar el resultado final, que es la obtención de una idea que represente lo más fielmente posible al objeto real, procurando que la correspondencia entre el concepto y la cosa misma sea máxima. La estructuración de una imagen a partir de percepciones parciales puede ser bastante incompleta si no existieran experiencias previas que ayuden a completarla. Tarareemos una melodía recién escuchada o intentemos dibujar un objeto visto por algunos instantes. Ya en la escala de la imagen, ésta no puede considerarse, en esa primera etapa de la experiencia, como una representación fiel del objeto, ni mucho menos total. Probablemente, requeriremos mayores experiencias o ser expuestos a la acción causal del objeto. No otro propósito tiene la acción del pintor, quien, tras su lienzo, observa repetidas veces su modelo mientras va pintando su representación imaginativa en el lienzo, o la del estudiante, quien a fuerza de repetir su lectura llega a memorizar la lección.

En las experiencias las emociones no dejan de jugar un papel importante en cuanto a fijar nuestra atención y proveer un contexto de placer o dolor asociado y fácil e intensamente evocable. Consideremos, por otro lado, la acción de los publicistas que procuran asociar imágenes conocidas para conseguir una idea especial, asociada a una emoción placentera, que induzca en el sujeto la necesidad por un producto, pero separada de sus orígenes. Los artistas crean algo semejante. Ellos logran asociar en forma analógica imágenes auditivas, táctiles o visuales para conseguir un concepto imposible de describir verbalmente y que resalte algún carácter difícilmente perceptible. A veces, la imagen poco o nada tiene que ver con un objeto, aunque mucho con el misterio de la realidad, o con ideas difícilmente comprensibles por los medios corrientes.

También debemos considerar que el proceso es influenciado por las condiciones propias del sujeto, quien no sólo está determinado respecto a las condiciones espacio-temporales, por las que queda en una posición particular para recibir determinadas señales del exterior, sino que por sus mismas condiciones especiales que influyen poderosamente en el proceso del conocimiento, poniendo un toque distintivo y particular: su propia personalidad y carácter, sus emociones, sus intereses, su desarrollo personal u ontogénico, sus experiencias, etc.

Además, el sujeto se encuentra inmerso en una cultura determinada. Los condicionamientos culturales tienen, por su parte, una influencia decisiva sobre la percepción de la realidad particular, a la cual el sujeto se hace sensible, y del punto de vista adoptado sobre aquella realidad. La cultura consigue representar una realidad de un modo particular; con imponente autoridad logra establecer en el sujeto los parámetros mismos del proceso del conocimiento a través del sistema cultural de pensamiento adquirido mediante el lenguaje.

Si el proceso está tan condicionado, ¿qué posibilidad tiene el concepto obtenido para que sea verdadero y corresponda con la realidad? Por parte del individuo, y siempre que carezca de psicopatologías, las que tienden a distorsionar la realidad por carencia de la capacidad para unificar la multiplicidad, él tiene una necesidad biológica y social por la verdad, por cotejar permanentemente las diferentes etapas del desarrollo del proceso con la realidad. En ello no sólo le va su supervivencia, sino también la posibilidad de comunicarse con sus semejantes. Por parte de la cultura, la que tiene por objeto la subsistencia de la sociedad, el proceso de un conocimiento verdadero depende de la veracidad de las creencias que aquélla sostenga. Para conseguir una acción colectiva unívoca las ideas se exageran hasta el absurdo de los ideologismos. En el largo plazo, toda falsedad implica yerros y fracasos, de modo que existe una tendencia para una continua depuración del ethos cultural, lo cual garantiza de cierto modo que los valores culturales ayuden, más que impidan, la obtención de la verdad por parte del sujeto que conoce. Pero aquello que posibilita efectivamente la obtención de la verdad objetiva es la relación ontológica que tiene por fundamento la relación causal que la ciencia logra develar, y que analizaremos más adelante.

La relación ontológica no logra incluir el espacio y el tiempo, aquello que es múltiple y mutable, en la esencia de las cosas, por estar estos elementos indisolublemente vinculados con la singularidad de lo individual, por lo que, desde la perspectiva ontológica, éstos quedan al margen de lo inteligible, situación que no ocurre con la relación causal. En el caso de la perspectiva aristotélica de la dualidad forma-materia, si la esencia no puede contener ni el espacio ni el tiempo, es porque se supone erróneamente que su vinculación es con lo material y, por tanto, se entiende que estos parámetros simplemente no pueden acompañar a la esencia dentro del intelecto, a fortiori y emprejuiciadamente inmaterial.

A pesar de lo dicho, Karl Marx (1818-1883) pretendió explicar lo mutable empleando la relación ontológica. Invirtiendo la dialéctica idealista de J. G. Fichte (1762-1814) para referirse a lo material (entendiéndose por "material" lo opuesto de lo ideal), intentó establecer la mecánica del cambio. La explicó mediante un ordenado y hasta predecible ciclo de tres estados ontológicos: entes contrarios (la tesis y la antítesis), en una contradicción ontológica interna sin posibilidad de subsistencia, derivan en un tercer ente, síntesis de los anteriores y generador (la tesis), a su vez, de un contrario (la antítesis), y así sucesivamente, en una especie de convulsivos –revolucionarios– saltos rítmicos, generadores del cambio social.

En lo que no se contradijo con la relación causal es que la causa del cambio Marx la identificó con la fuerza, en este caso, con la fuerza social generada por la “lucha de clases”. Esta proviene, según él, de la tensión bipolar que van produciendo los distintos modos de producción económica que han surgido en la historia y que estarían estrechamente ligados a la propiedad privada de los medios de producción. Supuso que basta con eliminar este factor perturbador para terminar con el cambio social y poder llegar, al fin, a aquella sociedad estática y perfecta de paz, solidaridad y justicia tan soñada por el milenarismo, el que estuvo también en el ideario de una anterior revolución, aquella que proclamó la libertad, la igualdad y la fraternidad. Sin embargo, su dialéctica es irreal, pues el cambio no lo explica la relación ontológica, sino la relación causal, que es la que analizaremos enseguida.



CAPITULO 4. LA RELACION CAUSAL



El universo, que es mutable y múltiple, se caracteriza por el cambio. Sin embargo, la realidad no es caótica. Podemos conocer en ella regularidades invariantes, pues el universo posee un modo de funcionamiento regular. La relación entre una causa y su efecto es tan determinista que responde a una ley universal posible de conocer. Este conocimiento es empírico. El conocimiento científico consiste en penetrar en la complejidad de lo múltiple y mutable para comprender la ley de la conexión, por la que las cosas se relacionan causalmente. Tras la observación se elabora una hipótesis que encontrará validez en la verificación de la experimentación. Una relación causal de causa-efecto, que proviene del objeto, la podemos convertir en una relación ontológica de sujeto-predicado.


Causalidad y conocimiento


En una perspectiva científica, aquello que caracteriza el conocimiento del universo son precisamente el cambio, que es lo mutable y lo perecible, y la multiplicidad de cosas, que es lo vario. La ciencia no se preocupa por saber qué es el cambio, sino que de describirlo. El “qué es el cambio” fue la preocupación de Heráclito (535-484 a. C.). Lo mutable y lo múltiple, desdeñados por la epistemología filosófica tradicional que sigue a la unidad del ser de Parménides (515-450 a. C.), logran explicar los mecanismos, procesos y funciones que la ciencia observa en los fenómenos, es decir, la causalidad entre las cosas. Si lo que fascinó a la filosofía es conocer aquello que permanece inmutable –la idea absoluta–, en la creencia que su posesión significa sabiduría, lo que fascina a la ciencia es, por el contrario, lo múltiple y lo mutable, en el entendido de que justamente en el cambio de las múltiples cosas se encuentran las causas, aquello que explica precisamente la realidad. Mientras la filosofía tradicional debió remitirse a la causa final para explicar el cambio, la ciencia lo ha explicado mediante la causa (la causa eficiente, desde el punto de vista de la filosofía aristotélica). Mientras la filosofía ha tendido a buscar lo simple y brillante (por ejemplo, las ideas claras y distintas de Descartes), la ciencia se ha comprometido con lo complejo y lo confuso para encontrar la relación causal. Ello explica el hecho que la ciencia avance con pasos tentativos, fortuitos e inspirados de muchos hombres a través de muchos años, y que el premio del esfuerzo es la certeza del conocimiento objetivo.

La ciencia ha podido afirmar que la realidad no es caótica, sino que su comportamiento está tan determinado, que depende de leyes naturales que valen para todo el universo, y la tarea de la ciencia es descubrirlas. Las manzanas que se desprenden de los manzanos siempre caen verticalmente al suelo. Newton descubrió que la fuerza que hace caer las manzanas al suelo es la misma que hace que la Luna gire en torno a la Tierra. Además, la ciencia comprende que la fuerza tiene una forma específica de actuar y de ser funcional, dependiendo de la configuración de la estructura. Las campanas tañen una nota determinada cuando se las golpea con el badilejo. En consecuencia, el funcionamiento que surge de la interacción de fuerzas y estructuras está determinado por leyes naturales. Éstas son posibles de ser conocidas.

La acción de las fuerzas entre las estructuras se da de modo de relaciones causales. Estas son, por lo tanto, datos de la realidad, y no elaboraciones mentales, como lo es la relación ontológica. Quienes apelan a estas leyes, denominadas “naturales” para distinguirlas de las leyes humanas y divinas, para apoyar sus argumentaciones, como ocurre con ciertas autoridades morales y éticas, pueden hacerlo sólo si conocen el cómo y el por qué operan en cada caso, lo que significa basarse en el método y el conocimiento científico antes que en elucubraciones tendenciosas, falaces y baratas. Por lo demás, las leyes de la naturaleza no son prescriptivas, sino que descriptivas. Describen la forma cómo la naturaleza funciona.

Así, pues, además de las cosas que la componen, lo que más caracteriza a la realidad es el cambio. Las cosas surgen, desaparecen y se van modificando mientras existen. Pero el cambio se da según ciertas regularidades determinadas de acuerdo a la causalidad. En el cambio interviene la relación de causa y efecto, o en corto, la relación causal. En una relación causal se da una causa que se vincula con su efecto. Por ejemplo, cuando la llama del fuego (la causa) se aplica a un caldero, al cabo de un tiempo el agua que contiene comienza a calentarse hasta la temperatura de ebullición (el efecto).

Tanto los animales como los humanos conseguimos sobrevivir en este mundo en perpetuo cambio, evitando activamente aquello que nos puede dañar y aprovechando aquello que nos puede nutrir, proteger y cobijar. También la naturaleza nos puede jugar malas pasadas no previstas y que pueden tener consecuencias devastadoras, como los terremotos, las inundaciones, las pestes, las sequías. En una cultura precientífica, usualmente no se logra establecer la relación entre el efecto que se percibe y su causa, dándose explicaciones mágicas o míticas y atribuyéndolas a las divinidades. En cambio, la relación que vincula un efecto con su verdadera causa es de especial importancia para la ciencia, la que podrá hasta verificar experimentalmente la relación. Tanto por inferencia inductiva como por el conocimiento del funcionamiento de las cosas que operan en una relación causal, la ciencia llega a establecer la ley natural de su conexión.

Mediante la experiencia sensorial percibimos innumerables cosas, procesos y acontecimientos naturales. El tipo de conocimiento que adquirimos al observar la naturaleza y que conforma el material de la ciencia comienza cuando notamos regularidades en el curso de los acontecimientos. El interés por determinar regularidades va de la mano con el interés en la predicción. Además, a menudo cuando podemos predecir, también podemos controlar el curso de los eventos. Muchas regularidades no son invariantes. Juan duerme de noche. La empresa científica puede ser descrita como la búsqueda en la naturaleza de invariantes genuinas, de regularidades sin excepción, para poder afirmar: siempre que se cumplan tales condiciones, este tipo de cosas siempre ocurre. Un enunciado de invariancia genuina constituye una ley natural. Los seres humanos descansan durante el sueño nocturno.

La realidad posee un modo de funcionamiento que únicamente los seres humanos podemos llegar a conocer en forma abstracta y derivar de este modo determinado de acción una ley que se aplica a todas las relaciones causales del mismo tipo. Esta capacidad la obtenemos principalmente por la observación y/o cuando aplicamos el método científico y su verificación empírica, es decir, cuando podemos reproducir a voluntad el fenómeno. No obstante, nuestro conocimiento obtiene certeza absoluta sólo cuando comprendemos el mecanismo de la relación causal, superando así el método inductivo. Podemos aseverar con absoluta certeza que un átomo de oxígeno se unirá a dos átomos de hidrógeno para formar una molécula de agua cuando entendemos que el átomo de oxígeno comparte los electrones de los átomos de hidrógeno.

En consecuencia, además de la relación ontológica que forma parte de nuestro conocimiento abstracto, existe la relación causal. Ésta es una relación inteligible que no la efectuamos en nuestra mente abstracta, pero que es comprensible por ésta. Nos llega a través de nuestra interacción con el medio externo. La relación causal separa lo pasado de lo presente. Sin una conciencia de su existencia no se puede tener una conciencia histórica. Fundamentalmente, ella relaciona un hecho con su origen, es decir, un efecto con su causa.

Este tipo de conocimiento, verdaderamente empírico y práctico, también lo efectúan los animales en una escala más simple y directa, que es mediante el tanteo de ensayo y error, corrientemente a partir de tendencias instintivas. A diferencia de nosotros, que ontologizamos la relación causal, ellos la ritualizan para incorporarla a su conocimiento instintivo y lograr sobrevivir más ventajosamente.

Los seres humanos tenemos adicionalmente la capacidad para analizar los componentes integrantes de la relación causal de manera ontológica y explicar la ley de su conexión, aunque no sea verdadera, como, por ejemplo, atribuir una causa a un origen mágico o deducirla erróneamente, como cuando se ve un gato negro cruzando una calle de derecha a izquierda, al tiempo de quien lo ve tropieza y se daña el pié. Pero también efectuamos, en último término, la relación ontológica cuando unimos la relación causal con su ley de conexión, ambos comprendidos como conceptos por el intelecto. En este sentido, una idea puede ser definida propiamente por su función. La luz ilumina.

Así, pues, las relaciones causales provienen del funcionamiento objetivo del universo y no del funcionamiento del pensamiento subjetivo. Dependen de leyes que son posibles de conocer si previamente analizamos sus componentes para entender el “cómo” y el “por qué del cómo” de aquello que los une. La verdad de una relación causal depende de que el análisis que efectuamos de sus términos esté completo. La seguridad de que el Sol saldrá al amanecer no proviene de una conclusión inductiva de observar el mismo fenómeno por miles de años, sino que proviene del conocimiento del modo de funcionamiento del sistema solar, el cual nosotros hemos llegado a conocer tras conectar muchas causas con sus efectos a través de efectuar muchas observaciones, elaborar cantidades de hipótesis y modelos, y realizar las respectivas verificaciones, como que la Tierra es redonda, hasta llegar a la teoría que explica la estructura y la fuerza del sistema solar, en que uno de sus fenómenos es el hecho de que el Sol sale diariamente a una hora determinada para cada día de año y para cada lugar de la superficie terrestre establecido por sus coordenadas longitudinales.


Ley y conocimiento


El conocimiento que se obtiene cuando se responde al “cómo” y al “por qué del cómo” de las cosas es principalmente acerca de su constitución y desarrollo, de su estructuración y funcionamiento, en cuanto fuerzas y estructuras, con el propósito definido de conocer la relación causal y la ley de esta relación. De la relación causal no se pretende llegar a la ley de manera análoga a cómo de la relación ontológica se llega a la idea por referencia a conjuntos. El conocimiento científico consiste en penetrar en la complejidad de lo mutable y lo múltiple para comprender la ley de la conexión, por la que se relaciona causalmente las cosas produciendo un suceso tras otro suceso. El conocimiento de la ley no se obtiene por inducción a través de la acumulación de sucesos similares, ni se puede deducir de otras leyes más generales. Por el contrario, se obtiene de la comprensión particular del comportamiento de la materia en cada fenómeno. Necesariamente se debe penetrar en la complejidad misma de lo múltiple y lo mutable para detectar por observación y experimentación la conexión causal que los relaciona. En fin, se debe analizar cuidadosamente los componentes que integran los términos de la relación y la conexión misma: las estructuras y las fuerzas que participan.

Conociendo la ley natural de una relación causal podemos deducir la causa al conocer un efecto. Un animal jamás puede llegar a actuar como Sherlock Holmes. La deducción sigue el esquema de la relación lógica, donde el conocimiento de la ley natural y la vista del efecto funcionan como premisas de un silogismo. Si observamos que el suelo está mojado al salir de casa por la mañana, podemos deducir que llovió durante la noche.

Si bien la ciencia intenta llegar a comprender lo que une una causa con un efecto, en nuestra vida diaria no necesitamos conocer precisamente lo que une ambos términos, es decir, cómo una causa se relaciona con su efecto, sino saber únicamente que están relacionados con necesidad. Si me suelto de la rama, caeré al suelo; y a mayor altura del suelo, el golpe será más fuerte y doloroso. Un monito llega a saber muy bien la necesaria relación entre ambos términos. Sin embargo, la veracidad nos dice que no basta unir una causa con su efecto sin más; debemos asegurarnos razonablemente que tal o cual relación sea real y no producto de la magia, la superstición o los buenos deseos.

Sin duda que las leyes naturales más simples nos son potencialmente más accesibles, y en la medida que la relación causal se hace más compleja, la ley de su conexión se nos hace menos evidente. Costó mucho encontrar el origen de la peste bubónica. No obstante, del análisis de los elementos que componen una relación causal es posible obtener un conocimiento tan absoluto que ha conseguido no sólo el asombroso desarrollo tecnológico que ha permitido al ser humano llegar a la Luna, sino que también navegar hasta allá. Esa capacidad se debió al conocimiento acabado de numerosas leyes que rigen el comportamiento de las cosas en el universo. Tanto si el conocimiento no fuera absoluto como si hubiera habido ignorancia de cualquiera de las leyes involucradas, la misión de alunizaje hubiera fracasado mucho antes de despegar de la Tierra.

Las diversas relaciones causales son datos para nuestro conocimiento y su organización constituye la base de la tecnología. Pero ello no significa que la tecnología deba conocer las conexiones de las relaciones causales. Muchas veces, ésta experimenta con las estructuras y las fuerzas y llega a determinar que los términos de la relación causal están unidos realmente, y, supuestamente, una ley que no se conoce aún existiría para esta conexión. Llegar a determinar esta ley es una tarea que queda para la ciencia. Luego no siempre la ciencia es precursora de la tecnología; más bien ocurre lo contrario.

Por otra parte, los datos referidos son las unidades discretas de la información. Consideremos que en nuestra época de ciencia, cibernética y comunicaciones nos encontramos atosigados con datos e inundados por caudales de información. Y aunque se intensifiquen las investigaciones para conseguir más datos, se perfeccionen los sistemas computacionales de procesamiento de datos y se masifiquen los sistemas de transmisión de información, no seremos por ello más sabios. Más adelante veremos que para ser sabios debemos sintetizar la información en escalas superiores. Muchos antiguos, sin tantos datos e información, eran mucho más sabios que nosotros y vivían en forma más humana. No obstante, en nuestro mundo consumista y exitista la información no pretende sabiduría, sino eficiencia en mejorar nuestra condición material para tener más placer y ejercer mayor poder.


Relación causal y realidad


En la realidad podemos distinguir dos tipos de relaciones causales según a qué coordenada estén referidas. Uno de ellos es el suceso temporal. Por éste percibimos un tránsito de un estado a otro. El agua pasa de un estado líquido a uno gaseoso en un tiempo. El otro tipo es el que relaciona espacialmente una cosa con otra. El agua líquida está en un recipiente y el agua gaseosa está fuera. Pero ambos tipos de relaciones están estrechamente ligados, pues todo acontecimiento en el universo ocurre referido al conjunto de las cuatro coordenadas espacio-temporales. El conjunto de ambos tipos de relaciones lo podemos denominar relación causal.

Sin embargo, podemos legítimamente separar, como lo efectúa un historiador, el elemento temporal de una relación causal, o el elemento espacial, como lo hace un geógrafo, y explicar los fenómenos históricos y geográficos separadamente del acontecimiento real para poder conocerlo en los aspectos que interesa relativamente más. En el elemento temporal la causa siempre precede al efecto en el tiempo, en una secuencia lineal, necesaria e irreversible; en el elemento espacial, cosas diferentes ocupan siempre lugares distintos en forma simultánea, excepto a escala cuántica.

En segundo lugar, debemos reiterar que la relación entre el agua líquida y el vapor del ejemplo no la efectuamos en nuestro intelecto, como lo hacemos con una relación ontológica, en la que podemos, por ejemplo, relacionar gato y león en el concepto felino, sino que se nos da por la experiencia y nosotros únicamente la percibimos. Sin embargo, la percepción pasiva no nos dice nada de la intimidad de la relación causal. Ésta se nos manifiesta únicamente mediante la actividad intelectual y empírica que ejercemos para comprender la ley que conecta ambos elementos de la relación. Para ello debemos elaborar, tras la observación, una hipótesis de la manera cómo del agua emana vapor y de las condiciones necesarias requeridas para que el fenómeno se realice. Después debemos efectuar la comprobación experimental correspondiente de la hipótesis sin omitir paso ni condición necesaria alguna. Si el experimento, que deberá poder repetirse, corrobora la hipótesis, entonces ésta queda verificada y la ley de la conexión queda descifrada. Evidentemente no es necesario que cada persona deba experimentar cada relación causal para conocer la ley de su conexión; basta con haberla imaginado tras habérsela comunicado responsablemente.

El análisis de la relación causal se realiza muchas veces sin un rumbo definido o preestablecido, puesto que el método científico es eminentemente empírico; sus conclusiones se alcanzan tras una experimentación de la cual no tenemos control sobre sus resultados. Es lo que resulta del experimento, y no el intelecto el que relaciona una cosa con otra. En una primera instancia, el intelecto sólo conoce la relación que surge del experimento. Ello basta para aprender mediante el método del tanteo (el famoso “ensayo y error” de los conductistas). Los animales llegan hasta este tipo de conocimiento aprendido. Pero el conocimiento científico persigue encontrar cómo se conectan causalmente las cosas para llegar a establecer la ley de la conexión y elaborar teorías explicativas del universo y sus cosas. En este proceso científico se deben determinar, reconocer, medir, cotejar, verificar, etc., los mecanismos y los estados del proceso, para llegar a encontrar las relaciones causales del fenómeno en cuestión.

El conocimiento científico de la relación causal no se obtiene aplicando un procedimiento inductivo de inferencia de datos que hemos recogido con anterioridad. El conocimiento de la relación causal parte inventando una hipótesis, a modo de intento para dar respuesta al por qué cuando en un mecanismo o proceso se da una condición de cierto tipo también se da una condición de cierto otro tipo. Luego, una hipótesis es una respuesta provisoria respecto a cuáles son los términos de una relación causal. Por ejemplo, cuando aplico calor al agua, se calienta hasta bullir. Una hipótesis sirve de guía a la investigación científica en cuanto a definir qué hechos le serían significativos. Es una proposición relevante en cuanto explicación de una relación causal cuando está abierta a una verificación experimental. Sólo por medio de la verificación empírica, una hipótesis puede ser confirmada y apoyada, aunque no necesariamente aprobada de modo concluyente. La verificación posee un carácter condicional; nos dice bajo qué condiciones de verificación se producirá un resultado determinado. La cantidad, variedad y precisión de los datos determinan la credibilidad y aceptabilidad científica de una hipótesis. Podremos enterarnos que la temperatura precisa de ebullición dependerá de la presión, de la solución, etc.

Para la ciencia no basta conocer el fenómeno, esto es, la pura relación causal, sino aquello que hace que la relación sea necesariamente causal. Aquello que conecta con necesidad y universalidad las partes de la relación causal es precisamente la ley natural. Toda explicación científica descansa en leyes naturales. Si la hipótesis se interesa por los términos de una relación causal, la ley es la respuesta a cuál es el nexo de una relación causal. Por ejemplo, la ley consigue establecer que el agua llega a bullir a causa de aplicar calor o de disminuir la presión atmosférica. Las leyes son enunciados que afirman la existencia de una conexión uniforme para diferentes relaciones causales. Una ley indica que donde y cuando se da una condición de cierto tipo, siempre y sin excepción se da una condición determinada de cierto otro tipo, pues las leyes naturales son universales. Está implícito el hecho de que una relación causal, surgida de un acontecimiento particular, pertenece a y es explicable por una ley universal que se puede aplicar a todos los casos que ocurran bajo las mismas condiciones.

El conocimiento de una ley corresponde a un esfuerzo sintético, en una escala superior, de considerar determinadas hipótesis que explican relaciones causales. De ahí que mediante el conocimiento de una ley se pueda inferir con absoluta certeza uno de los términos del acontecimiento causal cuando se conoce el otro. Si el análisis se refiere a separar las unidades discretas de una estructura funcional para estudiarlas por separado y determinar sus funcionalidades, la síntesis es ese proceso mental por el cual entendemos las relaciones existentes entre un número de cosas en tanto unidades discretas de una estructura.

Un conjunto de leyes puede llegar a estructurarse en una teoría que explique el comportamiento de sistemas, los cuales contienen un número de fenómenos y relaciones causales distintas. Las teorías intentan explicar las regularidades que se dan en los sistemas. Interpretan un conjunto de fenómenos como manifestaciones de estructuras y fuerzas determinadas según las leyes que se presume que los regulan. Luego, una teoría caracteriza un conjunto de fuerzas y estructuras indicando la funcionalidad específica. Una teoría puede llegar a explicar lo que observa y experimenta mediante supuestos teóricos que no pueden ser observados ni medidos directamente. Para ello se recurre a modelos.

Una teoría es un sistema cognoscitivo-comprensivo de estructura lógica-especulativa en un cierto ámbito de la realidad cuyos argumentos o proposiciones no son datos –como sostuvo Karl Popper (1902-1994)–, sino que leyes naturales formuladas e hipótesis, cuyo objeto es confeccionar un modelo científico coherente y consistente que explique, interprete, unifique, profundice un conjunto amplio, no tanto de hechos, sino que de relaciones causales observadas, experimentadas y hasta medidas. De este modo, una teoría sirve para distintos propósitos: 1º explicar el conjunto de datos, observaciones, experimentos y experiencias relacionados con dicho ámbito de la realidad; 2º ampliar, corregir y/o sustituir otras teorías de otros ámbitos; 3º hacer predicciones sobre hechos aún no observados ni verificados. La certeza de una teoría está en relación directa a la cantidad de leyes científicas empíricamente demostradas, y en relación inversa a las hipótesis que contenga.

Tanto las hipótesis como las teorías científicas no se derivan de los hechos observados, sino que se inventan o se proponen precisamente para dar cuenta de ellos. El traslado de los datos empíricos a la teoría no lo consigue un proceso mecánico lógico, ya sea inductivo o deductivo. La deducción no proporciona un procedimiento mecánico para señalar un camino, indicando una determinada proposición científica como una conclusión derivada de premisas. Las reglas de deducción sólo sirven como criterios de validez de las argumentaciones que se ofrecen como pruebas. Tampoco existen reglas de inducción que se puedan aplicar y que sirvan para derivar o inferir mecánicamente hipótesis o teorías a partir de datos empíricos. Una proposición hipotética o teórica es un intento de una inteligencia creativa para explicar una relación causal o para interpretar un conjunto de fenómenos. La objetividad científica de una hipótesis o una teoría se consigue únicamente a través de la verificación experimental. Una hipótesis o una teoría pueden ser incorporadas al cuerpo del conocimiento científico aceptado si resiste la revisión crítica de la comprobación mediante una cuidadosa observación y experimentación y también mediante el entendimiento del funcionamiento de las relaciones causales.

La ciencia no sólo estudia las relaciones causales para llegar a la ley de su conexión. Sobre todo, se interesa por los sistemas. Éstos son el conjunto de relaciones causales que operan en un ámbito dado. El ejemplo del agua que hierve es un verdadero sistema si se considera desde la tasa de combustión del combustible que produce llama, su oxidación, su poder calorífico, la temperatura que alcanza la llama, su eficiencia en calentar agua, la presión atmosférica, la temperatura ambiente, etc.

La relación causal es diferente de la relación ontológica en cuanto que sus términos están unidos por verbos transitivos, los cuales siempre están referidos a la acción de fuerzas. En cambio, los términos de la segunda están unidos por la cópula de identidad del verbo ser. En el primer caso, el conocimiento es acerca del cambio; en el segundo caso, de la esencia. Sin embargo, la relación causal misma puede llegar a estructurarse como concepto o proposición abstracta y constituir una relación ontológica, como se analizará un poco más adelante. De ahí que la esencia de algo puede no sólo incluir lo mutable y lo múltiple, sino también su origen o su función.

En la relación causal la cosa se define por su función. Ello es posible porque tanto lo múltiple como lo mutable son cuantificables. Lo múltiple está, por definición, referido a la cantidad, objeto de la relación ontológica. En cambio, lo mutable, que está referido al tiempo y al espacio, debe cuantificarse para hacerse inteligible ontológicamente; y también tanto el espacio como el tiempo son cuantificables. De este modo, lo mutable es también objeto de la relación ontológica. Esta comprensión del relacionar ambas relaciones es fundamental para trascender la filosofía del ser y llegar a la filosofía de la complementariedad de la estructura y la fuerza, que se explica en mi libro La clave del universo (http://unihum3.blogspot.com). 

La conclusión que se impone es de gran importancia para la epistemología: “la relación causal se hace ontológica con el conocimiento de la ley de su conexión”. Por ejemplo, la relación causal “el agua bulle a los 100° C a nivel del mar” puede transformarse en la relación ontológica “la temperatura de ebullición del agua a nivel del mar es de 100° C”. “El viento mueve la hoja” se transforma en “el movimiento de la hoja es efecto del viento”. La definición de un concepto por medio de otro, que es en lo que consiste la relación ontológica, puede generarse transformando la definición desde algo funcional a algo ontológico.

La posibilidad natural de incluir la relación causal en la ontológica es epistemológicamente importante, pues permite afirmar la correspondencia entre un ente y la realidad, y asentar la objetividad de nuestro conocimiento. Esta adquiere mayor certeza cuando a la relación causal se aplica el método científico. En el proceso de la correlación entre ambos tipos de relaciones epistemológicas se puede llegar a alcanzar niveles teóricos y abstractos muy profundos y complejos. También la posibilidad de incluir la relación causal en la ontológica es importante para la lógica, pues las proposiciones lógicas que participan en las premisas son verdaderas relaciones ontológicas. De este modo, si una de ellas es una relación causal con valor de ley natural, se puede obtener una conclusión con valor trascendental.



CAPITULO 5. LA RELACION LOGICA



El pensamiento abstracto de las relaciones ontológica y causal quedaría incompleto sin el procesamiento lógico del pensamiento racional. El intelecto humano tiene la capacidad racional para relacionar las representaciones abstractas —las ideas—, en estructuras lógicas. Para ello ordena las relaciones ontológicas y causales en proposiciones lógicas según la cantidad. La relación lógica pertenece a la razón, su parámetro es el orden lógico, está referida a los juicios y conduce a un conocimiento ulterior, no implícito en sus premisas. El ordenamiento lógico también puede ser efectuado por una computadora, pues este ordenamiento no es de ideas, sino de símbolos. La sabiduría es el resultado de formular juicios y proposiciones relevantes y que son sometidas al ordenamiento lógico.


Concepto y símbolo


El hecho de que los seres humanos podamos razonar de manera lógica se debe a que nuestro cerebro ha evolucionado para responder justamente al modo de funcionamiento del universo. La razón humana es la llave que abre la realidad al conocimiento, y no es, como supuso Platón, la llave de la idea. La evolución biológica, que ha resultado ser un mecanismo muy eficiente para la estructuración de seres biológicos muy funcionales para adaptarse a su medio, también ha estado tras la estructuración del cerebro, máxima adaptación orgánica para responder eficientemente al medio externo. Si el funcionamiento del universo tuviera una lógica distinta a la de nuestro pensamiento racional, ya hubiéramos perecido como especie o habríamos adaptado nuestro cerebro a dicha lógica.

Los seres humanos tenemos la capacidad para relacionar lógicamente las relaciones ontológicas y las relaciones causales ontologizadas y deducir verdades que no estaban contenidas en estas relaciones. Las relaciones ontológicas del pensamiento abstracto, que formalmente se estructuran como proposiciones compuestas por un sujeto y un predicado unidos por una cópula, podemos organizarlas tanto por inducción como por deducción para generar un tipo de conocimiento nuevo, expresado en la conclusión lógica. Este tipo de conocimiento lo denominaremos relación lógica y pertenece al pensamiento lógico o racional para distinguirlo del pensamiento abstracto. El pensamiento racional es naturalmente posterior al pensamiento abstracto, pues requiere ya de la existencia de relaciones ontológicas para poder procesarlas racionalmente.

El compromiso que resulta de relacionar dos proposiciones contrarias, que es la dialéctica ideada por Fichte y utilizada por G. W. F. Hegel (1770-1831), no obtiene como conclusión una proposición válida, pues la síntesis no elimina necesariamente la contradicción. Por otra parte, la pretensión de llegar a una conclusión significativa al considerar holísticamente un número de argumentos disímiles, considerando que el todo es mayor que sus componentes, tampoco obtiene necesariamente una proposición válida si acaso no se la eleva a una escala superior.

La lógica se preocupa de que las relaciones de proposiciones se hagan de manera correcta, es decir, coherente. No se preocupa de la veracidad o falsedad de las proposiciones en sí, es decir, de su consistencia, pues la veracidad o falsedad son cualidades de las proposiciones en cuanto relaciones ontológicas. La validez de un argumento no garantiza la veracidad de la conclusión. Luego, para que una conclusión sea verdadera se requiere que sus premisas sean verdaderas. Incluso la lógica no se ocupa del proceso de inferencia, sino de las proposiciones que existen al comienzo y al final y de la relación entre ambas.

La lógica no trata con percepciones, imágenes ni conceptos, sino únicamente con proposiciones compuestas de conceptos que se relacionan entre sí como sujeto y predicado. Incluso la lógica simbólica, fundada por George Boole (1815-1864), reemplaza estos conceptos y proposiciones por enunciados puramente simbólicos. Un concepto puede ser simbolizado y el símbolo puede ser manejado de manera lógica, desvinculado completamente de su significado, esto es, de su relación con el concepto. Las matemáticas, que utiliza los números para simbolizar la cantidad, dependen de la lógica. Así como es propio de la inteligencia abstracta estructurar conceptos a partir de imágenes o de ideas más concretas y particulares, la inteligencia racional o lógica puede simbolizar los conceptos.

El cerebro humano tiene la capacidad para transformar las representaciones abstractas en símbolos y estructurarlos en relaciones lógicas para procesarlos. En cambio, la inteligencia artificial, desarrollada por la moderna tecnología cibernética, aunque tiene una extraordinaria capacidad para relacionar lógicamente este tipo de unidades, sin duda a enorme velocidad, no puede simbolizar sus unidades representativas de la realidad. Ésta es una operación que sólo un cerebro humano es capaz de efectuar, y ello lo ejecuta ciertamente fuera de la máquina. Sólo el intelecto humano puede otorgar un símbolo convencional significativo y válido a un concepto o término ontológico. La explicación es que si bien se trata de una simple vinculación de un símbolo con un concepto, como en el caso del lenguaje, el concepto se refiere a una esencia que en un sujeto humano constituye una compleja estructura psíquica. Cuando los fabricantes de inteligencias artificiales lleguen a comprender cómo es esta estructura-función psíquica, podrán, tal vez algún día, imitar la inteligencia humana.

Sin embargo, nuestro cerebro se diferencia de una computadora en algo que es todavía más decisivo. El pensamiento racional de la relación lógica y el pensamiento abstracto de la relación ontológica son un solo pensamiento con dos estados que se afectan mutua y continuamente. En el ser humano, el pensamiento racional no se identifica meramente con el pensamiento lógico, pues está íntimamente vinculado con el pensamiento abstracto. Los contenidos del pensamiento lógico son continuamente modificados por la actividad del pensamiento abstracto y las conclusiones lógicas son constantemente incorporadas al pensamiento abstracto. La diversidad de pensamientos es unificada por la conciencia personal.

Aquello que nos caracteriza como seres humanos es, no obstante, la capacidad para formular problemas. La resolución de un problema está en su planteamiento. Si no tenemos conciencia de la existencia de problemas, tal vez viviríamos contentos, pero de manera alguna seríamos sabios. Un animal actúa sólo reaccionando ante un estímulo, y su comportamiento es instintivo, predecible, determinado. Según observó Wolfgang Köhler (887-1967), de la escuela de la Gestalt, un animal discierne y encuentra soluciones a problemas que se le presentan. En cambio, la sabiduría humana proviene de no sólo observar una dificultad, sino que de concebirla, imaginarla, preverla. En su mente un ser humano plantea el problema y, al hacerlo, se encamina a una solución. Esta capacidad de plantear y formular es la emisión de juicios, proposiciones e hipótesis. Para llegar a una solución, deberá relacionarlos racionalmente, verificarlos empíricamente o, simplemente, como los demás animales, recurrir al método del ensayo y error. Una mayor comprensión de las cosas, la obtiene formulando proposiciones aún más complejas y relacionándolas entre sí lógicamente.

He aquí, pues, lo que caracteriza a la inteligencia humana y que los constructores de inteligencia artificial pareciera que no lograran comprender. Para producir una inteligencia que se asemeje a la humana se deben salvar tres grandes obstáculos: 1º la creación de un pensamiento abstracto, con sus características donde un concepto no se comprende ni existe por sí mismo, sino que siempre está referido a otras cosas o entes tras pasar por sucesivas escalas de análisis y síntesis del proceso de abstracción; 2º el acoplamiento intercausal con el pensamiento racional, o procesador lógico, y, principalmente, 3º la capacidad para formular juicios y proposiciones, no sólo relevantes, sino que verdaderas, las que se constituirán en las premisas de relaciones lógicas, a partir de relaciones causales y ontológicas.

Tras esta comparación entre inteligencia artificial e inteligencia humana, que sirvió para establecer la relación entre el pensamiento abstracto y el pensamiento racional, podremos proseguir nuestro análisis del segundo y de su producto, que es la relación lógica.


Lógica formal


En la lógica clásica se distinguen concepto, juicio o proposición y raciocinio. Las relaciones ontológicas son propiamente los conceptos. Éstos son la unidad fundamental que corresponde a la esencia. El juicio o proposición es la unión de dos conceptos, como sujeto y predicado, por una cópula. Puede ser tanto una relación ontológica o una relación causal ontologizada. Constituye premisas y conclusión cuando, en su calidad de unidades discretas de la estructura lógica, son operados por la mecánica lógica o raciocinio. La lógica es la relación mecánica entre premisas para obtener otra proposición, llamada conclusión, que es nueva. La conclusión lógica es un conocimiento válido que no proviene directamente de nuestra experiencia.

Para asegurar la validez del raciocinio las proposiciones se rigen por tres principios de la lógica, los que fueron establecidos por Aristóteles (384 a. C. -322 a. C.). Estos principios se presuponen en todo pensamiento y discurso humano. Además pueden ser usados como reglas de inferencia en la deducción lógica de proposiciones. Ellos son:

1. El principio de identidad: todo A es A.

2. El principio de no contradicción: nada puede ser A y no A.

3. El principio del tercero excluido: todo es A o no A.

Posteriormente, G. W. Leibniz (1646-1716) propuso un cuarto principio, el de razón suficiente, que pertenece más a la metafísica que a la lógica formal.

Estos principios son fundamentales, porque si no fueran verdaderos, ninguna otra verdad podría ser pensada o formulada. Tienen que ver con todas las cosas, relaciones y atributos en el universo. De ellos se puede deducir además que si una proposición es verdadera, entonces es verdadera; ninguna proposición es tanto verdadera como no verdadera, y toda proposición es o verdadera o no verdadera.

La relación lógica pura es un proceso mecánico-inteligente mediante el cual, a partir de premisas, podemos obtener, más allá de lo que abstraemos o relacionamos ontológicamente, un conocimiento necesario aunque no necesariamente cierto, pues su certeza depende de la verdad de sus premisas. La lógica tiene que ver con la clasificación de los argumentos, no entre verdaderos o falsos, sino que entre correctos o incorrectos. Los términos válido e inválido se usan en lugar de correcto e incorrecto para caracterizar argumentos deductores. Este proceso es evidente por sí mismo, puesto que refleja la naturaleza tanto mutable como cuantificable del universo. Por ello se puede aplicar a todas las cosas y a sus propiedades. Por ejemplo, si A es B y todo B es C, entonces A es C; o también, si A > B y B > C, entonces A > C.

Según Bertrand Russell (1872-1970), la forma general de inferencia puede ser expresada como sigue: “Si una cosa tiene cierta propiedad y cualquier cosa que tiene esta propiedad tiene otra propiedad, entonces la cosa en cuestión también tiene esa otra propiedad.” Agregaría que este postulado es válido siempre que “cualquier” se entienda como “toda”.

El silogismo es una forma de raciocinio deductivo de la lógica clásica. Se compone de una premisa mayor, que es la que contiene el predicado de la conclusión, de una premisa menor, que es la que contiene el sujeto de la conclusión, y de la referida conclusión. Tanto las premisas como la conclusión son proposiciones. El ejemplo clásico de silogismo es el siguiente:

Sócrates es un hombre
Todos los hombres son mortales
Sócrates es mortal

En este caso, la premisa mayor, que es aquella que contiene el predicado de la conclusión, “todos los hombres son mortales” es una relación causal. Y la premisa menor, que contiene el sujeto de la conclusión, “Sócrates es un hombre”, es una relación ontológica.

Tanto las premisas como la conclusión de la lógica se encuentran en la misma escala. En cambio, la dialéctica hegeliana pretende alcanzar la verdad mediante la síntesis de contrarios, como si fueran premisas de una escala que producen una conclusión que las contiene en una escala superior.

Deducción e inducción

En la lógica se distingue la deducción y la inducción. En un argumento deductivo la conclusión debe seguir lógicamente de las premisas. Si las premisas del argumento son verdaderas, la conclusión debe ser verdadera. En la inducción, en cambio, las premisas proveen evidencia para la conclusión, pero no completa. Por más que las premisas sean verdaderas, no proveen certeza en la conclusión, sino sólo probabilidad. Veremos primero la lógica deductiva.

El conocimiento de proposiciones particulares a partir de proposiciones generales utiliza el método deductivo. A la inversa, las proposiciones más generales se pueden inferir de las proposiciones más particulares mediante el método inductivo. El primer método fue propuesto por Aristóteles en su Organon. Casi dos mil años después, en 1620, Francis Bacon (1561-1626) publicó su New Organon, el cual contenía el segundo método de raciocinio. En ambos las proposiciones se dividen en premisas y conclusiones, de modo que en toda argumentación una conclusión se obtiene a partir de premisas. El camino de la filosofía es especialmente deductivo. Aquél de la ciencia es inductivo cuando trata con hechos y medidas, pero al entrar al terreno de los conceptos y proposiciones, aplica el razonamiento deductivo.

John Stuart Mill (1806-1873) ha sido llamado el padre de la lógica inductiva. En su A System of Logic, Rationative and Inductive, 1843, estableció las siguientes reglas para la técnica de la investigación cietífica: 1. Método de conveniencia: Si dos o más casos, en los que tiene lugar un fenómeno, tienen una única circunstancia común, ésta es causa o efecto de aquel fenómeno. 2. Método de distinción: Si dos casos contienen un fenómeno W siempre que se da la circunstancia A, y no lo contienen si A falta, W depende de A. 3. Método combinado de conveniencia y distinción: Si varios casos, en que está presente A, contienen un fenómeno W, y en otros casos, en que no está presente A, no contienen W. A es condición de W. 4. Método de los residuos: Si W depende de A = AK AL AM mediante la comprobación de las dependencias de AK y AL queda también averiguado en qué grado depende W de AM. 5. Método de las mutaciones paralelas: Si un fenómeno W cambia siempre que cambia otro fenómeno U, de modo que todo aumento o disminución de U va acompañado de un aumento o disminución de W, W depende de U.

Desde el punto de vista del conocimiento interesa que sea verdadero, esto es, que las conclusiones que se obtengan correspondan a la realidad objetiva. A este respecto, ambos métodos presentan sus propias insuficiencias. Tal como indicó David Hume (1711-1776), en su Investigación sobre el entendimiento humano, el método inductivo no garantiza la certeza absoluta de la conclusión. A pesar de la verdad que puedan contener las premisas y de la cantidad considerada, no cubren necesariamente la mayor cantidad de la conclusión si pretende la certeza con valor universal y necesario, pues siempre queda la posibilidad, aunque a veces remota, de que no se haya incluido una premisa distinta que contradiga la conclusión obtenida. Por ello, el método inductivo consigue tan sólo un mayor o menor grado de probabilidad de certeza. De ahí que, en principio, toda conclusión científica que se infiera inductivamente sólo sea cierta provisionalmente.

Sin embargo, una conclusión científica adquiere certeza absoluta cuando se llega a comprender exactamente el “por qué del cómo es” de la relación causal, pues la certeza absoluta de una conclusión científica no reside, en último término, en el mayor número finito de casos considerados, sino específicamente en la complejidad inherente a toda relación causal. Basta que, por desconocimiento, un paso de la relación sea omitido para que se haga inaplicable a todos los fenómenos semejantes que requieran dicho paso para ser incluidos en la conclusión. “El agua bulle a los 100° C”. Esta conclusión es absolutamente cierta si se añade, entre otros factores, que, a esa temperatura, aquélla bulle, siempre que esté sometida a la presión de 1 atmósfera, que sea agua pura, que exista una fuente de calor, etc. Luego, una conclusión científica puede obtener certeza absoluta si se considera la total complejidad de la relación causal, más que la cantidad de fenómenos similares que puedan inferirse inductivamente. Estos últimos son relevantes en cuanto sirven, más bien, para conocer la indeterminada complejidad de la relación causal, la cual, como hemos señalado anteriormente, se engloba en la probabilidad.

En contra de Karl Popper (1904-1994), quien sostuvo que el conocimiento científico no puede justificarse positivamente de modo alguno, se puede señalar que la base de la certeza del conocimiento científico no se encuentra en el método lógico empleado, sino en nuestra capacidad cognoscitiva para comprender la relación causal. Debe pensarse que el tipo de criterio empleado por Popper proviene de ciertos prejuicios anteriores. Así, Kant nos quitó el conocimiento de la “cosa en sí” y nos dejó únicamente la lógica. De este modo, la solución está en la evidente restitución de la posibilidad de conocer la cosa en sí para que la certeza de nuestro conocimiento no dependa exclusivamente de la lógica.

El método deductivo, por su parte, aunque puede garantizar la validez de la conclusión a partir de premisas más generales si se siguen los principios del correcto razonamiento lógico, no puede asegurar que las proposiciones generales de las que parte sean verdaderas, a no ser que sean leyes naturales. Este es un punto decisivo para resolver la validez de una metafísica que deba asegurar que sus proposiciones más generales sean no sólo verdaderas, sino que la verdad de éstas posea valor necesario.

La filosofía tradicional nunca ha podido demostrar que las proposiciones más universales sean absolutamente necesarias y, por tanto, verdaderas, puesto que para llegar a una proposición universal ha recurrido a principios puramente a priori por desconfiar en las posibilidades del conocimiento empírico. La ciencia, en cambio, puede llegar a principios necesarios a partir de los fenómenos naturales que estudia, siempre que llegue a la misma ley natural que explica el fenómeno y que le da un valor universal, esto es, con validez para todo el universo. El supuesto para afirmar que la naturaleza del universo provee los principios necesarios o proposiciones sintéticas es precisamente la unidad del universo. En cambio, las teorías del conocimiento basadas en la dualidad forma-materia parten justamente de dicho error. En el caso del ejemplo de silogismo, la conclusión “Sócrates es mortal” es verdadera siempre que la premisa “todos los hombres son mortales” corresponda a una ley natural.

El conocimiento lógico se deriva de la organización lógica que efectuamos al relacionar una proposición, o relación ontológica, particular con una o más proposiciones más genéricas, y obtener una proposición nueva no incluida en las anteriores, o relacionar un conjunto de proposiciones particulares para llegar a una proposición nueva más general. El movimiento de la lógica se desarrolla dentro de una misma escala, pues las proposiciones que compara deben ser equivalentes. A diferencia de la relación ontológica que por medio de la unión y la intersección salta de escalas, tanto las premisas como la conclusión pertenecen a la misma escala. En la relación lógica el tránsito a lo largo del eje deductivo-inductivo tiene doble sentido: existe la posibilidad tanto de partir desde lo particular hacia lo general como de hacer el camino inverso.


El mundo de la lógica


Las matemáticas son un caso especial de la lógica. Pertenecen a una estructura lógica cuyas unidades discretas son los números. Estos son símbolos que no son representaciones abstractas de las cosas, como las ideas, sino que representan un atributo abstraído de las cosas, que es la cantidad. El número simboliza la cantidad, y la cantidad es un atributo que poseen todas las cosas, ya sean estructuras o fuerzas. Incluso el espacio y el tiempo son cuantificables. Y ciertamente, todo es cuantificable porque es múltiple. Todo está compuesto de partes, forma parte de todos y coexiste con otros similares. La cantidad es abstraída de la multiplicidad natural de las cosas y es simbolizada desprovista de otros atributos.

La operación de abstraer la cantidad de las cosas no requiere la funcionalidad del pensamiento abstracto, puesto que la inteligencia de animales superiores (chimpancés, delfines) puede efectuarla. Pero la inteligencia humana puede desentrañar las leyes que operan en la naturaleza y hallar sus conexiones cuando la observa, deduciendo las relaciones causales y encontrando su constancia. La naturaleza no es errática, aunque en ella intervenga el azar y el indeterminismo. Ella se rige por leyes naturales inviolables donde cualquier alteración, como el milagro, no tiene cabida. La razón es una función de la inteligencia humana que surgió en el curso de la evolución justamente para comprender cómo opera la naturaleza. Fue una ventaja adaptativa que ha permitido al ser humano dominar la naturaleza.

Siendo las matemáticas la lógica de los números, por esta misma razón puede desligarse de lo inmediato, crear símbolos y operar lógicamente en ejercicios de matemáticas puras, llegando a generar realidades, como números primos, números irracionales y series numéricas. En consecuencia, las matemáticas no sólo se rigen por la lógica, sino que también describen la naturaleza, que es lo que los científicos de hecho hacen cuando recurren a las matemáticas. Ellas no sólo miden el espacio y el tiempo, también miden las relaciones entre las cosas y las fuerzas que intervienen en los procesos naturales.

Además de trabajar con sus dimensiones, las matemáticas son imprescindibles para relacionar entre sí realidades como movimiento, distancia, cambio, superficie, velocidad, volumen, aceleración, fuerza, presión, peso, tiempo, densidad, energía, caudal, calor, y otra cantidad de conceptos que describen el universo y sus cosas. La naturaleza es descrita por la relación entre dos o más de estos conceptos medibles y cuantificables. Por ejemplo, en el campo de la física, una superficie es un plano que considera dos dimensiones espaciales. El tiempo es la medida de la acción en una relación causal. La velocidad es el espacio que recorre una cosa en un tiempo. El caudal es el desplazamiento de un fluido a través de una sección en un tiempo. La presión es el peso que ejerce una cosa sobre una superficie. Una fuerza es el producto de un caudal y una presión, y así sucesivamente. Lo mismo es válido para otros campos y sus conceptos de la ciencia.

En un comienzo del desarrollo ontogenético el esfuerzo de abstracción del individuo es sólo parcial, y el número no puede ser separado de representaciones, como dedos o granos, y, por tanto, es difícil de someterlo a los procesos lógicos de las matemáticas. Sumar o restar dedos es fácil, es cosa de agregar o quitar dedos. Más difícil es extraer la raíz cuadrada de una mano. Posteriormente, con la mayor capacidad de abstracción que induce la cultura y que es posibilitada por el mayor desarrollo intelectual del individuo, las cantidades son separadas de toda representación, pero para emplearlas son simbolizadas por los números.

Los números se relacionan en la estructura matemática de manera lógica. Por ejemplo, 2 + 2 = 4, esto es, si 2 = 1 + 1, y 4 = 1 + 1 + 1 + 1, entonces 4 = 2 + 2. La importancia práctica de las matemáticas es que sus resultados lógicos son aplicables a la realidad en una especie de retorno hacia ella tras una permanencia como símbolos abstractos. Al ser relacionados lógicamente, los números, que pueden simbolizar cosas diversas de la realidad, producen nuevo conocimiento que no está implícito en los antecedentes. Además, las matemáticas proveen especial exactitud a sus conclusiones o resultados, lo que permite a la ciencia, que hace uso de ellas con profusión, un grado muy grande de certeza.

La lógica no sólo se aplica a las cantidades, siendo las matemáticas un caso específico. Principalmente, la lógica nos es útil porque la empleamos permanentemente en las relaciones causales: el agua enfría los cuerpos calientes; un motor se calienta al funcionar; un motor se puede enfriar si se le aplica agua. Ocurre que el universo transcurre a través de una infinidad de relaciones causales, siendo nosotros mismos inicios y términos de relaciones causales que se verifican allí. Usualmente, nosotros y los animales superiores interactuamos con el universo a través de la experimentación del mecanismo ensayo-error. También nuestra inteligencia humana, mediante la relación lógica, puede, a partir de premisas de relaciones causales conocidas, deducir el resultado cierto o probable de una acción, ya sea nuestra o ajena. Gracias a la relación lógica, podemos planificar y proyectarnos hacia el futuro.

La analogía, que es una relación de relaciones paralelas ontológicas o lógicas, es una manera corriente de pensamiento y comunicación y confiere mayor fuerza y un significado más emotivo o poético a lo que se expresa. La analogía hace uso de la lógica en dos escalas distintas, a modo de un pantógrafo. Pero su conclusión no tiene certeza, sino que es meramente descriptiva. Su equivalencia no está en la misma escala, sino que es proporcional.

Si de la relación lógica de proposiciones se obtiene nuevo conocimiento, de la relación analógica se obtienen descripciones y perspectivas indirectas de la realidad. La relación analógica se produce por la asociación de dos proposiciones equivalentes y proporcionales, pero de escalas distintas. Su estructura formal utiliza la conjunción “como” para unir dos proposiciones o relaciones ontológicas de distintas escalas. No puede someterse a la lógica, pero es una relación perfectamente legítima para describir las cosas que no podemos entender de otra manera. Un ejemplo de analogía, que Ernest Rutherford (1871-1937) utilizó, es "el electrón gira en torno al núcleo atómico como la Luna gira en torno a la Tierra" (descripción que fue posteriormente desvirtuada). La metáfora, en cambio, se produce por la asociación de dos términos que no están relacionados ontológicamente, pero que al hacerlos equivalentes se tornan significativos. En su estructura formal los términos de la relación son unidos por el adverbio “como”, como en los ejemplos: "dientes como perlas", "atrevido como león".

Tanto la metáfora como la analogía no la efectúan normalmente la parte verbal-lógica de nuestro cerebro, sino más bien su hemisferio derecho, de funciones más propiamente espacio-intuitivas, pues estas relaciones no siguen mecánicamente los procesos verbales y lógicos, sino que son síntesis de dos relaciones ontológicas. Por lo mismo, no se le puede pedir a un poeta que nos dicte una lección científica o filosófica.

Para completar este resumido análisis de las proposiciones, es conveniente establecer que las proposiciones que contienen algún contenido valórico se denominan juicios de valor. Entre éstos, podemos distinguir los juicios morales, que se refieren a las categorías de lo bueno y lo malo; los juicios éticos, que se refieren a las categorías de lo conveniente y lo inconveniente; los juicios estéticos, que se refieren a las categorías de lo bello y lo feo; los juicios legales, que se refieren a las categorías de lo inocente y lo culpable; los juicios jurídicos, que se refieren a las categorías de lo justo y lo injusto; etc. El valor inherente a estos juicios les confiere un grado de subjetividad que los margina de las relaciones ontológicas objetivas. Así, pues, los únicos juicios objetivos son aquéllos que se refieren a las categorías de lo verdadero y lo falso.



CAPÍTULO 6. LA RELACIÓN METAFÍSICA



La metafísica es la máxima conceptualización de la realidad y trata de la obtención de lo trascendental respecto al universo y sus cosas. Es posible llegar a un conocimiento unificado y necesario del universo a partir del conocimiento científico llevado a una escala superior de abstracción. Desde los albores de la filosofía, en Grecia, los filósofos se han propuesto encontrar aquello que unifica y da sentido racional a la diversidad y al cambio que se experimenta cuando se observa la realidad. Podemos conocer íntimamente la realidad cuando al conocer sus relaciones causales llegamos a establecer que las cosas son funcionales porque ejercen fuerza. La unidad del universo se encuentra en último término en la idea de la complementariedad de la fuerza y la estructura.


La metafísica


La metafísica se erige sobre el conocimiento de una realidad de relaciones causales y de multiplicidad de objetos según el pensamiento que se elabora de acuerdo a las relaciones ontológicas más abstractas y, desde luego, a relaciones lógicas rigurosas. En primer lugar, las relaciones causales que universalizamos en relaciones ontológicas necesitan un contexto teórico para ser englobadas dentro de categorías conceptuales y, por tanto, abstractas. Para llegar a una verdadera comprensión de la realidad, no basta obtener una sumatoria de hechos observados y/o experimentados de modo inductivo, de los que incluso derivamos leyes universales. Preguntas como ¿qué es la vida?, ¿qué es el universo? y, en último término, ¿qué es el ser? pueden hacerse, no como producto solo del conocimiento objetivo de relaciones causales, sino que dependen de un contexto teórico y abstracto, pero no del modo apriorístico kantiano, sino que objetivo y a posteriori.

Para ser verdadero este contexto debe ser crítico, es decir, debe responder plenamente a la realidad. Por ejemplo, la cosmología contemporánea o, mejor dicho, la mayoría de los cosmólogos de hoy día dependen del contexto teórico expresado por la teoría general de la relatividad de Einstein. Sin embargo, al hacerlo ellos deben aceptar sin crítica alguna lo que esta teoría afirma respecto a la naturaleza del continuum espacio-temporal einsteniano como preexistente a las cosas del universo. Si se contradijera la concepción acerca de dicha naturaleza, entonces toda esta cosmología resultaría errónea.

Del mismo modo que la relación causal, la relación lógica requiere de un marco teórico como contexto para una mayor certeza. En la argumentación lógica las mismas premisas arrojarán siempre la misma conclusión. Cómo lo demuestran las computadoras, la lógica obedece a un orden mecánico. Sin embargo, una conclusión lógica no es inalterable si las premisas son modificadas. Un sano pensamiento humano abstracto está ejerciendo continuamente una crítica sobre las premisas. Éstas son juicios que hacemos sobre la realidad que experimentamos. Necesitamos que los juicios sean verdaderos, es decir, que se adecuen a la realidad. La sabiduría surge al reintroducir nuevas relaciones propositivas, argumentos y puntos de vista, apelando a aún mayor abstracción.

Combinando los dos mecanismos epistemológicos primarios –la relación ontológica y la relación causal– junto con el mecanismo secundario de la relación lógica para dar respuesta al "por qué de los porqués", es posible obtener un conocimiento unificado del universo en una especie de reedición de la metafísica clásica, pero respetando la autonomía de las dos metodologías del conocimiento objetivo, que son la filosófica y la científica.

La palabra “metafísica” se usará como el ámbito de expresión más abstracto y sobre todo más trascendental de la filosofía. Su función específica es el conocimiento que se puede obtener a partir de las conclusiones de la ciencia, pero llevado por un punto de vista filosófico a una escala más abstracta, necesaria y universal, en una máxima conceptualización de la realidad.

Sabemos que la palabra “metafísica” es a lo menos bastante ambigua y equívoca, siendo empleada, ya en su forma más degenerada, por algunos esotéricos para denotar las cosas que no son capaces de explicar, mientras le confieren una áurea de misterio a algunas fantasías. Aquí se hará uso de la mencionada palabra en el sentido que Aristóteles, o sus discípulos, le dio originalmente para referirse a ideas bastante abstractas que parten de la experiencia de lo real y que aspiran referirse a la realidad. Estas ideas estaban contenidas en su tratado denominado Metafísica para enlazarse de manera más bien práctica al libro que venía a continuación de su libro llamado Física, el que contenía temas más relacionados con una realidad más concreta.

El punto crítico de la metafísica es hallar una idea tan trascendental, por lo universal y necesaria, que pueda explicar la totalidad del universo y sus cosas. Si fuera imposible este anhelo, entonces caeríamos en un relativismo insustancial. En el caso de hacer depender la filosofía de la ciencia, el conocimiento metafísico viene a identificarse con una teoría general del universo, esto es, con una única ley natural de carácter universal y necesario que rige todas las cosas, pero que no es evidente de forma inmediata. En este sentido la metafísica viene a ser la cúspide no sólo del conocimiento humano, sino que del conocimiento filosófico.

El universo y sus cosas se nos presentan como caóticos. Aparece como un desorden de mutabilidad y multiplicidad, de cambio y diversidad sin sentido aparente. No obstante, nuestro intelecto persigue encontrar el orden y la unidad en este caos, buscando darle racionalidad. En este afán se presenta un primer problema. ¿El orden que se encuentra está en la razón o en el universo y sus cosas? Algunos, como Anaxágoras (¿500?-428 a. de C.), supusieron que la razón impone orden al caótico universo y sus cosas. Platón (428-347 ó 348 a. de C.) fue bastante más lejos cuando, al subrayar la perfección de las ideas en contraposición a lo que representan, concluyó que el mundo de las cosas sensibles no tiene existencia real, como sí lo tendría el mundo de las ideas. Ciertamente, no todos los filósofos han pensado como Anaxágoras o Platón, y han encontrado que el orden y la unidad del universo y sus cosas están justamente en el universo y sus cosas, pudiendo la razón encontrar aquello que le confiere orden y unidad.

La historia de la filosofía, y específicamente de la metafísica, tuvo justamente su comienzo con el primer intento intelectual para hacer inteligible la aparente confusión del mundo sensible. Un segundo problema que se presenta para obtener orden es si esta característica trascendental de todas las cosas, que es en consecuencia tanto necesaria como universal y que llega a explicar todas las cosas, es una sustancia, una fuerza o un atributo.

Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.) propuso que dicha característica es una sustancia primitiva, de la cual todo se construye y que identificó con el agua. Otros amigos presocráticos de la sabiduría prosiguieron por la misma senda. Anaximandro (610-547 a. de C.) propuso el infinito (apeiron). Anaxímenes de Mileto (¿550?-480 a. de C.) supuso que es el aire. Empédocles (s. V a. de C.) atribuyó esta sustancia a cuatro raíces: el fuego, el aire, el agua y la tierra. Pitágoras (¿580-500? a. de C.) pensó que es el número. El mencionado Anaxágoras, por su parte, creyó que el principio ordenador del universo es una fuerza que la asemejó a una inteligencia (noús). Demócrito (s. V a. de C.) sugirió más bien que la característica de todas las cosas es un atributo que denominó átomo, aquello minúsculamente subsistente cuya identidad subsistiría después de todas las divisiones que se pudieran hacer a una sustancia. Heráclito (576-480 a. de C.) planteó otro atributo, el movimiento y el cambio (panta rei). Parménides (¿504-450? a. de C.) expuso que tal atributo debía ser simple, inmóvil e inmutable.

El mismo Parménides llevó la discusión del atributo universal y necesario a escalas bastante más abstractas que sus predecesores. Como vimos, siguiendo esta senda, Platón lo atribuyó a la Idea (ideai), que tiene existencia en un mundo no sensible. Aristóteles formuló la noción de que el ser tiene la característica de ser el atributo de todas las cosas, y muchos filósofos posteriores siguieron sus pasos para penetrar en los misterios de esta entidad, cada uno dando su apreciación sobre el ser.

Muchas veces los científicos son también metafísicos. Al comienzo de la ciencia moderna Descartes expuso que la sustancia no es una sino que son dos muy distintas, la res cogitans, que es espiritual, y la res extensa, que es material. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) calculó que no es una sustancia, sino que la fuerza de la gravitación universal. En nuestra época, Alberto Einstein (1879-1955) propuso el continuo espacio-temporal como la sustancia de la que el universo estaría compuesto.

Desde luego, la metafísica no pertenece al ámbito de la res cogitans de Descartes, de la manera como él supuso que la ciencia, que estudia lo que tiene extensión, tendría que ver con la res extensa. Nuestro universo no es un compuesto de dos realidades distintas en una reedición más extrema del dualismo griego, sino que la misma realidad se compone de distintas escalas de estructuras incluyentes. Tampoco es la idea einsteiniana de un continuo de espacio-tiempo, ya que tal entidad no es otra cosa que la condición como la relación causal se lleva a efecto en la interacción de las cosas. A continuación corresponde indicar que la complementariedad la estructura y de la fuerza, como entidad abstracta de escala superior, representa cabalmente el atributo común a todas las cosas, y es el objeto formal y material de la metafísica.


La esencia de la metafísica


La distinción que Kant hizo entre el fenómeno y la cosa en sí es real. En efecto, nosotros podemos concebir el fenómeno como correspondiente a las funciones propias de cada cosa en cuanto origen de causas y receptora de efectos. Luego, podemos concordar con Kant que las cosas pueden conocerse por sus funciones si identificamos apariencia con función. Por ejemplo, el verde del árbol. Así, pues, nuestros sentidos captan las manifestaciones de las cosas y nosotros podemos relacionarlas ontológicamente tras reunir orgánicamente sensaciones en percepciones, percepciones en imágenes, imágenes en ideas en escalas ascendentes e inclusivas. En fin, también podemos conocer sus relaciones causales.

Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó, también podemos conocer la cosa en sí, el noumeno, pues si podemos conocer la función, también es posible conocer su origen. Para ello, es necesario efectuar una relación ontológica tan abstracta y universal como la que se necesita para llegar a predicar el por qué es de todas las cosas. Digamos que definir las cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en sí. Para conocer la cosa en sí debemos primero entender que toda cosa es funcional, es decir, es sujeto de fenómenos, porque es estructura y fuerza. Adicionalmente, al responder que las cosas son estructura y fuerza, se está diciendo también que las cosas se componen de subestructuras de múltiples escalas inferiores inclusivas y son partes de estructuras de múltiples escalas superiores inclusivas. Por lo tanto, cualquier ser de cualquier escala puede ser definido por la estructura superior de la que forma parte y por su función específica más relevante.

Toda cosa, es decir, toda cosa en sí, está compuesta de estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Toda cosa es una estructura funcional, pues ejerce fuerzas y es receptora de fuerzas. Por ello toda cosa es tanto causa como efecto. Tanto la estructura como la fuerza son los elementos que comparten todas las cosas del universo, definen a todo ser por lo que es y explican en consecuencia la cosa en sí. Ambas pueden llegar a ser conocidas tras comprender que las cosas se relacionan causalmente. La cosa en sí no es un ente inmutable y eterno.

Esta comprensión proviene de entender al modo de la ciencia que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando porque son estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del cambio como producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura siempre tiene la capacidad para ejercer fuerza en su calidad de causa, y es objeto de fuerza en su calidad efecto. La relación causal se manifiesta como el traspaso de energía entre la causa y el efecto. En el ejercicio de la fuerza una estructura puede afectar otra estructura o verse ella misma afectada por otra estructura de un modo absolutamente determinado según la fuerza ejercida y el modo de ejercerla. La misma fuerza puede medirse y su tipo ser descrito. Igualmente, la estructura puede ser conocida no sólo por sus manifestaciones, sino que también por sus funciones. En fin, todo ejercicio de fuerza produce cambio, aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para alguien que no tenga una mentalidad más científica.

En consecuencia, nosotros podemos sostener, en contra de Kant, que una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas y apriorísticas, sino a posteriori del determinismo del universo y de cómo funcionan todas las cosas. Así, por mucho que el sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su propio modo particular de conocer y desde una situación concreta del espacio y del tiempo, y que viva además inmerso en una realidad en permanente transformación y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias absolutas, las proposiciones necesarias pueden ser efectuados por nuestro intelecto únicamente por razón del modo determinista y causal de funcionamiento del universo. Tras entender el modo causal que tienen las cosas para relacionarse, entendimiento hecho posible por la ciencia, podemos relacionar ontológicamente el origen del actuar causal y predicar estas características de todos los seres del universo.

Existen dos órdenes de proposiciones trascendentales que lo seres humanos podemos conocer con absoluta verdad. Reiteraré que por trascendental debemos entender que son proposiciones necesarias y que son válidas para el universo entero. El primer orden pertenece a las leyes universales que llegamos a expresar y formular como proposiciones. Estas proposiciones surgen del modo de funcionar del universo y sus cosas y que podemos conocer a través de las relaciones causales. Por ejemplo, “la temperatura de ebullición del agua a presión atmosférica es de 100º Celsius”; “la fuerza de gravedad es directamente proporcional a la masa e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia”; “el agua son moléculas compuestas por dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno”. Con el explosivo avance científico hemos podido llegar a conocer incontables leyes universales.

El segundo orden pertenece a la metafísica. Estas proposiciones, cuya cantidad es escasa en comparación con el primero, surgen del modo de ser del universo y sus cosas y que podemos obtener a través de la abstracción de relaciones ontológicas en su máxima universalización. Una parte importante de estas relaciones ontológicas son necesariamente leyes universales. Por ejemplo, “todas las cosas del universo, incluido el mismo universo, son al mismo tiempo estructuras y fuerzas”; “desde el extremo de la escala fundamental hasta el extremo de la escala universal todas las cosas están compuestas por estructuras de una escala inferior y forman parte de una estructura de escala superior”; “en razón a su capacidad intrínseca para ser causa o efecto toda estructura es funcional”.

Entre estos dos órdenes de proposiciones trascendentales existen diferencias. Por una parte, las proposiciones del primer orden provienen del conocimiento experimental de las relaciones causales, mientras las proposiciones metafísicas surgen de nuestra capacidad de abstracción y de nuestro mayor o menor conocimiento de la realidad. Por otra parte, la escala de una ley universal es siempre específica, mientras que la escala de una proposición metafísica ocurre en un ámbito abstracto y de conocimiento que considera todas las escalas. Esta particularidad es de capital importancia si pretendemos llegar a conocer el universo y su significación última.

Al parecer, nunca será suficiente resaltar la crucial importancia que tienen las proposiciones metafísicas en nuestra comprensión de la realidad. Podremos llegar a conocer muy bien cómo el universo y sus cosas funcionan a través del conocimiento de innumerables leyes naturales, pero este conocimiento queda irremediablemente corto para entender qué es el universo y sus cosas. Podremos dedicar muchos recursos y esfuerzos a desentrañar las relaciones causales que rigen el universo, y así mejorar indudablemente nuestras condiciones de supervivencia, pero si no efectuamos la compleja y difícil tarea de alcanzar relaciones ontológicas cada vez más abstractas y, por tanto, universales con gran sentido crítico de permanente referencia a la realidad, nuestra vida se desenvolverá sin rumbo definido, sumergida en el mito y en el relativismo.


La relación metafísica


La relación metafísica es la máxima expresión de las relaciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensamiento filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia, empleando principalmente el método empírico, trata de la universalización de la relación causal, en búsqueda de la ley que la explica como una relación ontológica, con el propósito de obtener la certeza absoluta, la metafísica trata de la universalización de las relaciones ontológicas con el propósito de conseguir la máxima conceptualización del universo en procura de la unidad de la verdad. Estas diferentes funciones es lo que distingue la metafísica de la ciencia.

En consecuencia, la primera condición de la relación metafísica que tenga un sentido verdadero es que la misma pregunta "¿por qué es?" que llega a formular surge del preguntarse ¿qué es? de la filosofía, y "¿cómo es?" y también "¿por qué del cómo es?" de la ciencia. La segunda condición es que la organización del conocimiento metafísico debe depender de parámetros ontológicos que provengan de las respuestas científicas establecidas y consolidadas en una estructura de conocimiento en una escala superior desde donde se abre la posibilidad de dar respuesta a la pregunta que formula la metafísica.

La importancia de situarse en la máxima escala posible de las relaciones ontológicas que es dable derivar de las relaciones causales y lógicas es doble. En primer lugar allí se puede obtener un conocimiento conceptualizado y unificado de un universo puramente real, en contraposición con el universo puramente ideal que encuentra el idealismo. También evita categorías inmateriales impuestas a fortiori, como forma, espíritu, etc. Por el contrario, lo múltiple y lo mutable, formulados por la ciencia en hipótesis, modelos y teorías para obtener las leyes que rigen el cambio, pueden adquirir un significado distinto cuando se los somete a relaciones ontológicas que incorporan las categorías de la complementariedad de la estructura y la fuerza, donde la causalidad del universo juega un rol esencial, en vez de la noción de ser, que en su inmutabilidad y unidad se vuelve hermética e ideal. Ello puede fundamentar la respuesta al ¿por qué es? universal, dándole su verdadera significación.

En segundo lugar, el discurso ubicado en la escala máxima de nuestro acercamiento cognoscitivo del universo es mucho más que el metalenguaje de un lenguaje. La identificación de las relaciones ontológicas en sus distintas escalas con lenguajes y metalenguajes pertenece a una concepción del ser puramente nominal, incapaz de articular representaciones trascendentales de las cosas objetivas y de otorgar al pensamiento primacía sobre el lenguaje. En efecto, el discurso metafísico contiene herramientas conceptuales suficientemente abstractas como para referirse a la totalidad del universo sin exclusión y de manera necesaria.

Los conceptos de la complementariedad estructura y fuerza, esto es, de la composición espacial de la estructura y su funcionalidad y de la unidad última de la fuerza y su accionar en el tiempo, son tan trascendentales como el concepto de ser, pero considerablemente más significativos que éste, pues representan a la constitución íntima y fundamental de todos los seres del universo. Así, lo trascendental en el universo es ciertamente la complementariedad de la fuerza y la estructura. Sin embargo, estas características provienen de los dos principios constitutivos del universo, que son también trascendentales y que podemos comprender. Estos son la materia y la energía. También las dimensiones que generan en su interacción, que son el tiempo y la energía, son trascendentales. El tiempo mide la duración de un proceso, mientras que el espacio mide la extensión donde se verifica dicho proceso, y sabemos que absolutamente todo está continuamente cambiando dentro de procesos orgánicos. Adicionalmente, el interactuar mismo es trascendental, que es la relación de la causa y su efecto. Sobre todos estos trascendentales podemos tener conceptos, que son desde luego muy abstractos y que conforman nuestras relaciones metafísicas.

La respuesta a la pregunta “¿por qué es?” está comprendida entre la abscisa de cantidad y la abscisa de constitución, funcionamiento y desarrollo, para llegar a la relación causal, puesto que está dirigida a estructurar sintéticamente tanto la universalidad de las leyes como la universalidad de las significaciones. Desde la perspectiva científica, la respuesta alcanza, primero, a la determinación del funcionamiento de las cosas, en respuesta a la formulación de hipótesis, para propender a través de modelos y teorías a la determinación de las leyes que rigen el funcionamiento de las cosas dentro de todo el ámbito del universo. Desde la perspectiva metafísica se llega a lo universal y necesario de las cosas en función de la complementariedad de la estructura y la fuerza.

Por la comprensión de la relación causal se penetra en la complejidad. Esta nos va pareciendo mayor en la misma medida que el universo va creciendo a nuestro conocimiento, o que vayamos adquiriendo mayor conciencia y conocimiento de sus distintos aspectos; y si la complejidad del universo es infinita para nuestro conocimiento, la potencialidad de la ciencia es también infinita. Pero el límite lo impone, en primer lugar, nuestra cultura científica-filosófica, y en segundo lugar, nuestra propia capacidad cognoscitiva en particular, nuestro caudal específico de conocimientos acoplado a nuestra conciencia específica de la realidad. La complejidad constituye, por derecho propio, una coordenada de conocimiento que parte desde lo simple hacia la complejidad infinita.

Aunque lo múltiple y lo mutable puede ciertamente predicarse de la complejidad, lo que la caracteriza es la relación causal: el tipo de fuerza, la escala de la estructura, la amplitud del proceso. Ello exige del método científico un gran esfuerzo para penetrar en la incertidumbre de lo indeterminado, lo relativo y lo complejo. Descartes, en los albores de la ciencia, intuyendo la incertidumbre que había en ese campo del conocimiento, prefirió dar marcha atrás para refugiarse únicamente en la coordenada de la cantidad, de lo extenso, y dedicarse a buscar ideas claras y distintas, afirmando en primer lugar que el ser depende del pensar. Su esfuerzo concerniente a buscar la racionalidad del universo sigue siendo válido, a pesar de que en la actualidad sabemos que en medio de su gigantesco desarrollo la ciencia penetra cada vez más profundamente en lo complejo de la realidad. Sin embargo, la realidad, para su comprensión cabal, depende de la mayor escala de abstracción que podamos alcanzar de las relaciones ontológicas. Y en esta escala las ideas se tornan nuevamente en claras y distintas cuando introducimos los conceptos de estructura y fuerza.


El pensar metafísico


Hemos visto que ha habido en la historia de la filosofía una cantidad apreciable de intentos para buscar racionalidad en el universo y sus cosas. Ciertamente, la búsqueda de racionalidad procura encontrar la unidad y la verdad en donde lo primero que aparece a nuestro intelecto es la diversidad de lo múltiple y lo mutable, que son fuente de potenciales contradicciones. El problema de todas estas distintas concepciones filosóficas para conceptualizar la totalidad de las cosas del universo es uno solo: llegar a un concepto lo suficientemente abstracto y trascendental que pueda predicarse significativamente de todas ellas como referente de todo. Si este concepto tuviera la capacidad de ser predicado de todo, se superaría la contradicción y podría ser posible la verdad en esta misteriosa realidad.

Lo anterior implica que la relación ontológica más universal de todas, que es de la escala de abstracción máxima y que es, por lo tanto, propiamente metafísica, debe estar firmemente asentada en las relaciones causales que provee la ciencia si se desea llegar a determinar la verdadera característica que hace de la multiplicidad y mutabilidad de la realidad tener racionalidad. Esta relación ontológica más universal debe referirse cabalmente al mundo real, y resulta ser falsa si contradice de alguna manera las relaciones causales que descubre la ciencia. Precisamente, el mundo real es un mundo de relaciones causales, y estas relaciones comprenden la materia y la energía, el tiempo y el espacio y, en último término, la estructura y la fuerza. En consecuencia, el problema que la metafísica debe resolver es ¿qué es lo trascendental que tienen todas las relaciones causales para que puedan ser representadas por una sola relación ontológica unificadora, aquélla de máxima abstracción?

Además, a diferencia de una sustancia, la entidad universal y unificadora debiera ser en realidad un atributo de las cosas si se quiere que éstas sean justamente sujetos y objetos de las relaciones causales. En cambio, una sustancia tendría una realidad distinta de las cosas, las que, desde el punto de vista metafísico, demandan de una relación ontológica que las englobe con necesidad. No podría existir una relación ontológica que se refiera el mismo tiempo a una sustancia y a las cosas.

Por su parte, la noción de “ser”, aunque tiene la virtud de referirse a todas las cosas, tiene el problema que ella resulta ajena a las relaciones causales. La complementariedad fuerza-estructura es el atributo unificador, necesario y universal del universo y sus cosas. Surge como la explicación de todas las relaciones causales, comprende los principios constituyentes del universo y sus cosas, es a la vez el concepto de máxima abstracción de todas las relaciones ontológicas y tiene la misma extensión que el concepto de ser.

Un problema adicional es si acaso nuestro intelecto abstracto y racional es el único instrumento que tenemos para encontrar el sentido de las cosas. Debemos pensar que si nuestra “conciencia de sí,” en su interacción con el universo, logra generar un conocimiento objetivo de la realidad, nuestra “conciencia profunda” puede conocer la realidad desde otra escala con una perspectiva misteriosa. Esta diferencia de escalas no se refiere al tipo de conocimiento, sino que se refiere al tipo de conciencia. De este modo, para la conciencia de sí, las relaciones ontológica, causal y lógica son tan fundamentales que la definen. En cambio, para la conciencia profunda, lo fundamental es la apertura humilde y sincera a lo misterioso de la realidad, principalmente de aquélla que transciende al universo. La verdad objetiva, objeto del conocimiento racional, es distinta de la verdad que surge en la conciencia profunda que se sustenta en una actitud humilde de fe.

Es bueno señalar que tanto la capacidad de obtener una relación ontológica de máxima abstracción a partir de las relaciones causales develadas por la ciencia como llegar a verdades presentadas por la conciencia profunda son distintas a las conclusiones del pensamiento lógico, propio de la conciencia de sí y de la razón. Este pensamiento puramente racional avanza dando paso tras paso de una manera perfectamente coherente. Dos razones en desacuerdo pueden llegar incluso a coincidir en la misma conclusión si en el diálogo se descubre el error cometido, o la omisión en la argumentación. Tanto como en forma lógica se puede obtener acuerdo acerca de una conclusión, en la misma forma se puede derivar una acción consecuente. Esta puede ir desde una partida de caza o la construcción de un puente, hasta implementar la “solución final” nazi o apretar el botón rojo para iniciar el holocausto nuclear. Estas acciones son perfectamente racionales y coherentes y derivan de los pasos lógicos que se dan dentro de una misma escala.

Evidentemente podemos observar que un ser humano no se reduce a su capacidad de razonar lógicamente, cual computadora, y que una acción no se reduce a su lógica interna. Una teoría general del universo no puede darse sin una conciencia que tenga por referencia el origen y sentido del universo, y dentro de este marco, nuestro origen y sentido como personas, y tal conciencia es producto de la capacidad humana de abstracción. Además, la conciencia profunda, que funciona en una escala mayor, provee el marco de profunda sabiduría y humilde admiración dentro del cual el conocimiento objetivo y la acción lógica se pueden desarrollar más fecundamente.

Así pues, una acción moral no se valida desde la conciencia de sí, ni tampoco desde una legislación objetiva. La acción moral es validada desde la escala ocupada por la conciencia profunda, íntimamente subjetiva, que se desarrolla dentro de un marco de visión cósmica y trascendente y de valoraciones que provienen de cómo entender el sentido último de la vida. La bondad o la maldad de una acción moral son juzgadas según este marco de la conciencia profunda. El imperativo categórico, para utilizar una expresión de juicio moral, no proviene de un comando de la razón objetiva, como supuso Kant, sino que de una apreciación que incluye la realidad misteriosa. El racionalismo no logra explicar un metalenguaje moral. Tampoco una acción moral llega a responder a una ley universal, como pensaba Kant, si no es aquélla del mandato evangélico de caridad. Sin embargo, estos temas están más vinculados con una filosofía moral o una teoría moral que con una epistemología.

No debemos olvidar que nuestra racionalización de la realidad puede verse degradada por dos perniciosas influencias que dificultan llegar a la verdad objetiva. Por una parte está nuestra humana tendencia para racionalizar en simples y fáciles consignas abstractas la compleja realidad, aquella que los antiguos filósofos griegos identificaron con el caos. Así, nos resulta cómodo distinguir lo bueno de lo malo, darles valores absolutos, identificar lo malo con un legítimo otro como el enemigo que debe ser destruido. Por la otra se encuentra la pervivencia de creencias que casi se pierden en el tiempo, transmitidas por la cultura y que comandan nuestra cosmovisión en todos los terrenos. Por ejemplo, no estamos conscientes que somos esclavos del dualismo platónico y del gnosticismo maniqueo gracias a ideas muy asentadas en la cultura occidental. A través de estas mismas ideas, ha pasado también la suposición del Génesis que nuestra naturaleza se encuentra caída, pero que puede ser recuperada por una intervención divina. J. J. Rousseau (1712-1778), a partir de esta idea, nos trajo la idea del hombre natural, primitivo, como el ideal perdido por la civilización. Aceptamos el derecho de propiedad explicado por Juan Locke (1632-1704), incluso en su forma absoluta que lo estableció por sobre los derechos a la vida y a la libertad tras la implantación del capitalismo. Hemos hecho nuestros el ideal de autorrealización personal como el objetivo de la vida del individuo, sin estar enterados que Alfred Adler (1870-1937) lo propuso como forma para evitar traumas. Y así, sin saberlo, se ha ido construyendo el edificio de nuestras creencias más queridas.

Mientras tanto, la revolución científica, que se propuso desentrañar de la realidad el ancestral caos, ha efectuado avances enormes desde Galileo. Uno de los propósitos de la ciencia es ordenar este aparente caos. Así, Linneo clasificó las especies del reino vegetal y del reino animal. Mendeliev hizo lo propio con los elementos químicos, estableciendo la tabla periódica. Los físicos atómicos todavía siguen clasificando partículas subatómicas y los astrónomos, estrellas y galaxias. Hasta el intrincado genoma humano ha sido clasificado. Otros de los propósitos de la ciencia es el entender cómo funcionan las cosas. En este objetivo Darwin develó el mecanismo de la evolución biológica, Bohr, la estructura atómica, Freud, el subconsciente, Watson y Crick, la doble hélice del ADN.

Uno podría concluir que todo este gigantesco desarrollo científico, que resalta la relación causal como la explicación del acontecer, nos ha dado la sabiduría, mientras ha estado exterminando formalmente el mito. Sin embargo podemos observar que la gente sigue atada irremediablemente a su propia inveterada y arcaica cosmovisión. La razón es que la ciencia ha podido demostrar efectivamente que la realidad resultó no ser caótica, sino que muy compleja, siendo el caos sólo aparente. Pero al mismo tiempo, ella ha resultado ser incapaz para responder a las últimas cuestiones, aquellas más trascendentales para la existencia personal. De ahí que la metafísica esté llamada a recuperar el sitial que tuvo en los momentos de mayor clarividencia de la historia humana.



Santiago de Chile


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